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EDUCACIÓN Y COOPERATIVISMO
Simón Rodríguez y el cooperativismo
Número 229 / Año 2019 / Por Imen, Pablo
Este año se cumplen 250 años del natalicio de Simón Rodríguez, el gran pedagogo caraqueño, maestro de Simón Bolívar. Esa efeméride da pie a este artículo que se propone pensar qué de cooperativista tiene el legado rodrigueano y qué de rodrigueano tiene el cooperativismo del siglo XXI. A lo largo del texto se repasa una caracterización del cooperativismo como movimiento histórico, social, cultural y político, como proyecto y como identidad dinámica que siempre se reformula. En el marco de una fundamentación acerca de nuestra identidad, se promueve una revisión de nuestra historia y de nuestras referencias temporales para reconfigurarnos como cooperativistas de Nuestra América.
Simón Rodriguez and co-operativism. This year marks the 250th anniversary of the birth of Simón Rodriguez; the great educator from Caracas, teacher of Simón Bolivar. That anniversary inspired this article, which intends to reflect on how close to co-operativism is the legacy of Rodriguez and, at the same time, how much of his legacy is present in the co-operativism of the 20th Century. Throughout the text, a characterization is made of co-operativism as a historical, social, cultural and political movement, as well as a project and a dynamic identity that is always being reformulated. In the context of the analysis of the base of our identity, a review of our history, and of our temporary references to reconfigure ourselves as cooperatives of Our America, is promoted
Simón Rodríguez e o Cooperativismo. Neste ano vai fazer aniversário dos 250 anos do natalício de Simón Rodrí- guez, grande pedagogo caraquenho, mestre de Simón Bolívar. Nessa efeméride foi alicerçado este artigo que visa pensar o quê de cooperativista tem o legado rodrigueano e o quê de rodrigueano tem o cooperativismo do século XXI. Ao longo do texto se repassa uma caracterização do cooperativismo como movimento histórico, social, cultural e político; como projeto e como identidade dinâmica que sempre está se reformulando. Em contexto de uma fundamentação sobre nossa identidade se propõe uma revisão de nossa história, e de nossas referências no tempo para nos conformar como cooperativistas de Nossa América

Revista Idelcoop, nº 229. Noviembre 2019. ISSN 0327-1919 / Sección Educación y Cooperativismo

 IDELCOOP Fundación de Educación Cooperativa

 

Simón Rodríguez y el cooperativismo

 

Pablo Imen[1]

 

Resumen

Este año se cumplen 250 años del natalicio de Simón Rodríguez, el gran pedagogo caraqueño, maestro de Simón Bolívar. Esa efeméride da pie a este artículo que se propone pensar qué de cooperativista tiene el legado rodrigueano y qué de rodrigueano tiene el cooperativismo del siglo XXI. A lo largo del texto se repasa una caracterización del cooperativismo como movimiento histórico, social, cultural y político, como proyecto y como identidad dinámica que siempre se reformula. En el marco de una fundamentación acerca de nuestra identidad, se promueve una revisión de nuestra historia y de nuestras referencias temporales para reconfigurarnos como cooperativistas de Nuestra América.

 

Palabras clave: Simón Rodríguez, pedagogo, cooperativismo, educación, Nuestra América

 

  1. Apuntes epistemológicos sobre el cooperativismo

 

Este artículo se propone repasar una caracterización del cooperativismo como movimiento histórico, social, cultural y político, como proyecto y como identidad dinámica que siempre se reformula. En el marco de una fundamentación acerca de nuestra identidad, se promueve una revisión de nuestra historia y de nuestras referencias temporales para reconfigurarnos como cooperativistas de Nuestra América. Dado que este mismo año se cumplen 250 años del natalicio de Simón Rodríguez, el gran pedagogo caraqueño, maestro de Simón Bolívar, nos damos el lugar para pensar qué de cooperativista tiene el legado rodrigueano y qué de rodrigueano tiene el cooperativismo del siglo XXI.

El cooperativismo moderno es una tradición cuyo punto de partida reconoce dos vertientes. En orden de aparición, la primera vertiente se configura a través de fértiles ideas de los llamados “socialistas utópicos”. Sus primeros exponentes se ubican en el momento de génesis del orden capitalista. La segunda vertiente se manifiesta en la concreción y en el reconocimiento de experiencias organizacionales cooperativas.

El vínculo entre teoría y práctica en el cooperativismo ha estado sometido a las tensiones que genera la división social del trabajo, especialmente entre quienes laboran en las empresas solidarias y quienes suelen pensar o investigar respecto de estas construcciones históricas y sociales. Sin embargo, ha habido experiencias que vienen superando este obstáculo. Tanto la experiencia de algunas universidades públicas en diálogo con las cooperativas, como algunas experiencias cooperativas dan cuenta de valiosos avances. En todo caso, es preciso avanzar en la integración de la acción, la reflexión, la sistematización y la comunicación del devenir de las cooperativas.

En relación a los utopistas que con razón se consideran precursores y precursoras de esta invención, el primero de la lista es Tomás Moro. Nacido en 1478 en Londres, en una familia de jueces, se educó en la Universidad de Oxford. Bajo el reinado de Enrique VIII ocupó altos cargos del Estado, y al discrepar con el rey en temas de política eclesiástica renunció al cargo de lo que hoy se denomina Primer Ministro. En 1535 fue acusado de alta traición. Su relevancia histórica se explica por su publicación denominada Libro de oro tan útil como divertido, sobre la mejor condición del Estado y la nueva isla Utopía. En este trabajo, Moro sometió a crítica las entonces germinales relaciones sociales capitalistas. Su tiempo mostraba enormes sufrimientos del pueblo por la imposición de este orden cuyo fin es la acumulación de la ganancia sin límites y que tuvo y sigue teniendo, como contrapartida, la miseria de las mayorías. El diagnóstico promovía una contundente condena ética al capitalismo por las calamidades multiplicadas como consecuencia de la institucionalización de la propiedad privada. Frente a esta realidad en creación, él oponía la noción de propiedad social, de producción y apropiación sociales. Una suerte de socialismo utópico que, por contraposición a la brutal dictadura del capital, avanzara en la promoción de formas democráticas de organización teniendo como valor la justicia y la igualdad. “Utopía” era la isla feliz en la que se evitarían todos los males de un orden social organizado en torno a los valores del individualismo, el egoísmo, la competencia, la desigualdad, la opresión. Otros pensadores y otras pensadoras siguieron el camino de imaginarse alternativas al capitalismo, sociedad que se fue consolidando en los siglos siguientes. Lo que advertimos aquí es que el movimiento cooperativo reconoce en las socialistas utópicas y los socialistas utópicos una de las fuentes en las que abreva, y que le dan identidad.

Una segunda fuente para reconocer el ADN del cooperativismo es una experiencia práctica. Se trata de una cooperativa de consumo creada en 1844 por 28 trabajadores (casi todos hombres y una única mujer, Ana Tweedale). Fue bautizada con el nombre de Sociedad Equitativa de los Pioneros de Rochdale. En esa creación se fueron ensayando los que más tarde decantarían como los principios y valores originarios de la cooperación, es decir, la plataforma ético-política y conceptual en torno a la cual debía forjarse la cooperación entendida como movimiento social, cultural y político. Aquí hubo un fértil lazo entre práctica y teoría.

Ambas fuentes, “teóricas” y “prácticas”, configuran el acervo de un movimiento social sumamente amplio y diverso. Aunque la amplitud –como factor valioso– se exprese en situaciones concretas como posicionamientos conflictivos.

Desde luego que la formulación y la institucionalización de los valores y los principios tiene alcances muy valiosos y también límites corroborados por la historia del movimiento. Por un lado, supone un mínimo denominador común muy amplio y coherente. Por otro lado, su propia amplitud abre posibles interpretaciones que ubican a cada cooperativa en opciones ideológicas y políticas a veces antagónicas. Esta cuestión habilita interrogantes a la identidad del cooperativismo y las cooperativas. Un ejemplo de estas tensiones se ha dado en los matices que en lo que va del siglo XXI se expresaron entre la perspectiva del cooperativismo “del norte” y la del cooperativismo “del sur”. Desde luego, no se trata de que todo el cooperativismo europeo o de la América del Norte tenga una visión homogénea ni, a la inversa, que ocurra lo mismo con el cooperativismo situado geográficamente en el sur. Sí hay visiones desde el norte o desde el sur que se fundan en distintas perspectivas, supuestos y horizontes. Cuando se dieron los debates en torno al Año Internacional de las Cooperativas, estas diferencias se reflejaron en el documento oficial de la Alianza Cooperativa Internacional y la alternativa presentada por un bloque del sur de ACI América. Mientras que la posición oficial pensaba al cooperativismo como una ambulancia para recoger a las víctimas del neoliberalismo, la mirada del sur pensaba a la cooperación como un instrumento para la refundación del orden, hacia un modelo social democrático, participativo, diverso, justo y emancipado de toda opresión.

En noviembre de 2017 el dirigente argentino Ariel Guarco fue electo como presidente de la Alianza Cooperativa Internacional, lo que plantea un nuevo desafío para los países de la América morena: darle a la institución una orientación que promueva un cooperativismo transformador. En tal contexto, vuelve a plantearse –frente a la diversidad natural que plantea el cooperativismo como movimiento planetario– el tema de nuestra identidad como cooperativistas del sur. Para los y las cooperativistas de Nuestra América la cuestión de nuestra identidad cooperativa resulta pues un enorme desafío conceptual y práctico, para pensarnos no solo hacia el interior del cooperativismo planetario sino en nuestras relaciones con los diversos contextos que nos condicionan.

 

I.1. Identidades complejas, dinámicas, en construcción y en disputa

 

En múltiples textos referidos a la historia del cooperativismo hay dos aspectos que, por exposición o por omisión, están presentes en el enfoque acerca del despliegue de nuestro movimiento social. El primero es una inequívoca afirmación de nuestros orígenes europeos, tomando la obra de los socialistas utópicos y la experiencia de Rochdale como los dos elementos que le dan su propio linaje al cooperativismo mundial y, entonces también, latinoamericano y caribeño. El segundo es la omisión de toda experiencia del territorio que abarcó a las antiguas colonias de España, Portugal y otros reinos que ejercieron el latrocinio, perpetraron un genocidio y configuraron el colonialismo como dispositivos de opresión en sus más diversas formas. En otras palabras: la existencia de culturas sólidamente fundadas en principios de solidaridad, democracia e igualdad, propias de algunos pueblos originarios, han sido invisibilizadas como parte del acervo del cooperativismo.

Hemos de hacer entonces una afirmación controvertida y que hace a una agenda de gran relevancia para nuestro movimiento: es imprescindible encarar un programa de investigación crítica de nuestra historia, nuestra identidad, y de ahí repensar nuestro proyecto, sus alcances y sus límites.

Un texto de Alfredo Cepeda (seudónimo de Rodolfo Puiggros) titulado “Los utopistas” da cuenta, entre muchas otras cosas, de una nota suprimida de una edición de las obras completas de Saint Simón que decía que “los revolucionarios aplicaron a los negros los principios de igualdad: si hubieran consultado a los fisiólogos les habrían enseñado que el negro, de acuerdo a su organización, no es susceptible de una educación igual, y de ser elevado a la misma altura de inteligencia que los europeos”. No importa tanto aquí hacer una condena a esa declaración racista como evidenciar elementos de la tradición que son contradictorios con la filosofía y que deben ser sometidos a un escrutinio crítico y autocrítico. Tampoco se trata de condenar a Saint Simón, quien realizó una profunda crítica al capitalismo en el marco de los acontecimientos de la Revolución francesa en su complejo decurso. Es decir: muchos y muchas referentes que configuran un acervo efectivo del cooperativismo no están exentos de expresiones inaceptables –como en este caso ligadas al racismo– y expresan así un legado contradictorio. Vale advertir que la contradicción, las tensiones, las complejidades no les quitan ningún mérito a hombres y mujeres que hicieron posible el crecimiento de nuestro movimiento. Más bien los humanizan, les dan la dimensión dramática de todo tiempo histórico, en que “lo viejo” y “lo nuevo” conviven conflictivamente incluso en los grandes liderazgos que son motores de la transformación. Hacer entonces un recorrido profundo y crítico de estos legados resulta una tarea de primer orden entre nuestros investigadores e investigadoras.

Una segunda labor es la de incorporar a nuestro acervo otras aportaciones que comulgan con nuestros enfoques y objetivos, con nuestros principios y valores presentes en propuestas y personajes, en prácticas y experiencias. Para dar un ejemplo en otro sentido, la labor teórica de José Carlos Mariátegui ha sido muy valiosa en términos de justipreciar prácticas, valores y formas de organización de los pueblos originarios de la América española. En esas formas de vida –decía el intelectual revolucionario peruano– anidaban elementos fundamentales para pensar un socialismo latinoamericano. En un sentido convergente, esas relaciones basadas en la reciprocidad, la justicia, la solidaridad, lo colectivo resultan inequívocamente convergentes con los valores y los principios de la cooperación. Excede al presente texto construir una respuesta a propósito de la pregunta por el lugar de muchas culturas americanas en su identificación con la perspectiva, el enfoque y la filosofía del cooperativismo. Con formular el interrogante dejamos sentada una tarea pendiente de la investigación en nuestro movimiento social que deberá ser retomada más temprano que tarde.

El presente artículo se propone aportar a esta labor de reconocimiento de las marcas nuestroamericanas de la cooperación, en un año especial, el 250° aniversario del nacimiento de Simón Rodríguez, cuyas propuestas son compatibles con la perspectiva y los planteos del cooperativismo en general, y en particular del cooperativismo transformador.

 

I.2. El cooperativismo transformador y la educación

 

El cooperativismo, que se reconoce como un movimiento social con una historia valiosa, está lejos de configurarse como construcción monolítica. Más arriba vimos el ejemplo de los debates y los matices en torno al documento oficial del Año Internacional de las Cooperativas.

En el denominado “cooperativismo transformador”, que expresa el Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos y sus entidades asociadas, tenemos determinado modo de lectura de los principios y los valores que, insistimos, pueden leerse de maneras diferentes, incluso muy diferentes.

Nuestra visión cooperativista asume que hay tres grandes atributos de toda entidad solidaria. Uno es la generación de un modelo de gobierno y de gestión democrático. Y aunque no hay un único formato posible, el horizonte del proyecto colectivo debe incorporar adecuados medios y dispositivos que habiliten una democracia protagónica y participativa. En el caso del Banco Credicoop,[2] tal vez la más avanzada expresión organizativa por su magnitud y por su disposición a transformarse siempre para preservar su naturaleza colectiva democrática, se acuñó el concepto de “participación plena y pertinente” para dar cuenta de un criterio y unos dispositivos que permitieran viabilizar los valores y principios del buen gobierno y la buena gestión cooperativa. En efecto: una organización compuesta por más de dos millones de usuarios, más de un millón de asociados y asociadas, y miles de dirigentes debe organizar una arquitectura compleja y eficaz que habilite modos de participación reales.

Se asume que cada miembro de la organización tiene responsabilidades y funciones. Y con ello, que su voz es necesaria para construir las decisiones que afecten a cada uno y al conjunto. Para eso se montan instancias en las cuales se intercambian voces y perspectivas: esto ocurre en las reuniones regulares de los equipos de trabajo o en los ámbitos de participación dirigencial, como las comisiones de asociados. Se va generando una dinámica en la que se habilita la palabra y su circulación de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba en la organización.

Es preciso advertir que el objetivo del buen gobierno y la buena gestión no se aprenden espontáneamente: el orden colectivo y democrático es una conquista cultural, subjetiva y práctica que va a contramano de las tendencias jerárquicas y autoritarias típicas del sistema social más amplio. En este punto la labor educativa es un instrumento de primer orden para “socializar” a las nuevas generaciones o a las incorporaciones de la cooperativa en los modos adecuados de participación. No solo, claro, se trata de trabajar con las nuevas incorporaciones, sino de fortalecer a todos los y todas las que participan de las cooperativas. Aquí también es preciso advertir acerca de los alcances de la “educación” entendida como práctica social e histórica: no se trata apenas de cursos formalizados –que tienen sin duda un papel relevante en la instrucción de las personas–, sino de la existencia de múltiples iniciativas más o menos intencionales para promover la adquisición de conocimientos, pero también sentimientos, valores y modos de leer el mundo. Se asume, por otro lado, que un determinado medio social –de modo más o menos consciente– es un ámbito también pedagógico: más allá de los discursos, quien se incorpora, por ejemplo, en una cooperativa, aprende tanto de las regulaciones o los discursos como de las prácticas y las relaciones realmente existentes. En el caso del Credicoop, se ha hecho de este elemento un factor consciente y explícito de la educación de los y las cooperativistas en la medida en que se ha enfatizado por múltiples vías esta idea: enseñamos mucho más por lo que hacemos que por lo que decimos.

Un segundo objetivo del cooperativismo emancipador es la eficacia y eficiencia en el funcionamiento de la cooperativa. Se advierte que la entidad solidaria ha sido creada para satisfacer de manera colectiva una necesidad común y que, en este sentido, es esperable que una cooperativa de vivienda construya viviendas sólidas, bellas, económicas, en tiempo y forma. O que una cooperativa eléctrica provea el servicio eléctrico en una ciudad de manera adecuada y accesible. O que una cooperativa de crédito asegure una intermediación crediticia que se realice sin errores y bajo criterios que favorezcan un modelo económico y productivo que ponga en el centro al ser humano y la satisfacción de sus necesidades. Esta eficacia y eficiencia están en otro registro, distinto a la noción capitalista que tiene por fin el lucro. En nuestro modo de pensar el cooperativismo, la eficacia y la eficiencia deben estar orientadas a la satisfacción de la necesidad colectiva –y de cada quién– sin descuidar el elemento económico-financiero. En el caso del Banco Credicoop, se acuñó el concepto de “rentabilidad mínima necesaria” para dar cuenta de un criterio consistente con los valores y principios cooperativos: se trata de obtener un excedente que asegure la continuidad y ampliación de la cooperativa, e intentar hacer, en la medida de las posibilidades, muy accesible el servicio o bien brindado por la empresa solidaria. Un segundo elemento de la “eficacia o eficiencia” es que, al estar asociado a un modelo de gobierno democrático y participativo, importa cuidar los procesos que conducen a las decisiones atinentes al funcionamiento cotidiano o a definiciones estratégicas de la cooperativa. Por ello, existen múltiples ámbitos de planificación, implementación y balance de los procesos y resultados de la vida de la institución. Tercero, la gestión se plantea en su integralidad y en tal carácter se organizan los planes y su cumplimiento. Las labores comercial, administrativa e institucional deben combinarse armoniosamente en las líneas de trabajo de las unidades de la cooperativa y en los diferentes niveles de la organización (local, zonal y nacional). Este objetivo es también objeto de educación entre los miembros de las cooperativas: educar para la eficiencia puede y debe ser una prioridad pedagógica de nuestro movimiento.

El tercer objetivo del cooperativismo emancipador es el compromiso de la cooperativa con la transformación de la sociedad en un sentido de mayor justicia, democracia, libertades que funden órdenes que aseguren la dignidad, los derechos y la identidad de las personas que los integran. Este afán transformador es también materia de diversos modos de educación de los y las cooperativistas. En este caso, el compromiso con la construcción de una sociedad más justa debe incluirse entre los contenidos que integran los programas formativos de nuestras entidades.

Así, el gobierno democrático y participativo, la eficacia y eficiencia, y el compromiso con la transformación de la sociedad constituyen objetivos sustantivos del funcionamiento de las cooperativas… al menos en nuestra perspectiva del cooperativismo.

Para alcanzar los objetivos mencionados, las denominadas entidades del cooperativismo transformador han desplegado un muy amplio abanico de iniciativas educativas. Tales propuestas y sus herramientas han sido, seguramente, adecuaciones a las realidades de las cooperativas, pero al mismo tiempo es menester reconocer que, en muchos casos, fueron posibles por la existencia de importantes antecedentes que facilitaron el camino.

Detrás de toda propuesta educativa hay una serie de valores, principios, perspectivas. Es aquí donde retomamos la cuestión de la historia. En el caso de nuestras cooperativas la propia experiencia de inmigrantes europeos y europeas ha sido un rasgo sustantivo de la identidad. Pero también se trata de recuperar otras tradiciones que convergen con nuestra perspectiva. Hay en este esfuerzo de reconocimiento dos vectores.

El primero es asumir que el cooperativismo es un producto de la propia experiencia colectiva de la humanidad. El ser humano, por su carácter social e histórico, va ensayando en diversas geografías a partir de sus propias condiciones una multiplicidad de caminos, de creaciones, de luchas. Hay unos atributos comunes que hacen a los seres humanos iguales en dignidad y posibilidades; y la historia se convierte en el escenario en el cual la humanidad aprende y construye su presente y su porvenir. Es probable entonces que fenómenos de similares características aparezcan en distintas latitudes producto de raíces y necesidades parecidas, de circunstancias que pueden tener elementos comunes. Y los posteriores intercambios entre pueblos y naciones van generando corrientes de transmisión de invenciones o recreaciones. El cooperativismo así se reconoce como un linaje, pero a la vez admite muchos otros movimientos que tuvieron desarrollos propios, diferentes en algunos aspectos pero con coincidencias en la idea de la centralidad de lo colectivo, de la relevancia de la igualdad y la justicia, de la valoración de formas de democracia sustantivas. Y en estas diversidades hay sujetos que catalizaron esas energías colectivas que revisten un particular lugar; y que sintetizan, resumen y a la vez impulsan rupturas y avances.

El otro vector es que ese reconocimiento de otras tradiciones en personas o colectivos puede ser un elemento de enriquecimiento del cooperativismo. Reconocernos, por ejemplo, en muchas de las aportaciones de Simón Rodríguez puede ser un modo de enriquecimiento de nuestra específica tradición vinculada con la historia de las luchas de la clase obrera europea. En particular cabe resaltar que Inglaterra, cuna o expresión más avanzada del capitalismo en los siglos XVII y XVIII, dio a luz a una clase obrera que hizo nacer ese modelo de cooperativismo, y que dio origen también a uno de los utopistas fundadores, Tomás Moro. En otras palabras: reconocemos afluentes “teóricos” y “prácticos” e Inglaterra juega un papel destacado en ambas dimensiones del desarrollo histórico de nuestro movimiento.

Un cooperativismo nuestroamericano puede y debe enriquecerse con las herencias propias. En tal sentido, queremos traer el espectro de Simón Rodríguez que nos interpela y, a la vez, reafirma en sus planteos muchas de nuestras certezas y definiciones. ¿Pero quién es y por qué mentamos el aporte de Rodríguez para repensar un cooperativismo nuestroamericanista?

 

II. Simón Rodríguez y los caminos de la emancipación americana

           

Como con cualquier legado, es preciso contextualizar las condiciones de posibilidad de la propuesta rodrigueana para justipreciar su valor en el momento de su creación y clarificar su vigencia hoy.    

Se reconoce a Simón Rodríguez como el maestro de Simón Bolívar, y tal título sería mérito suficiente para atender a su legado, profundo y fértil tanto en el plano político como en el pedagógico. No resulta exagerado advertir que Bolívar no hubiese sido el imbatible luchador por la libertad y el soñador de nuevos futuros que fue sin la intervención pedagógica y política de Rodríguez. Bolívar le decía a su maestro “el Sócrates de Caracas”, como modo de reconocer la sabiduría sostenida en una filosofía y una ética que dejaron una marca profunda en la formación del Libertador americano.

Pero Simón Rodríguez ha sido, a nuestro juicio, bastante más que el maestro de Bolívar. Fue también el fundador de una pedagogía que buscaba contribuir a la formación de pueblos y repúblicas capaces de superar la herencia colonial, de recomponer una identidad propia, de conformar una ciudadanía nueva y una democracia protagónica y participativa. Y tal ideal filosófico y político exigía un proyecto político-educativo y una pedagogía adecuadas a tales fines.

La educación que propone Simón Rodríguez tiene así una impronta, un sustento y una orientación política, en tiempos de revolución continental americana. Nacido un 28 de octubre de 1769, este niño expósito se preguntó –más tarde y casi paradojalmente– por la identidad de Nuestra América. Demostró temprano su excepcional disposición para las labores pedagógicas: los últimos años del siglo XVIII lo encuentran en un doble rol: como maestro  de escuela de Caracas  y como revolucionario comprometido con la causa de la emancipación continental  de la monarquía de España. Como maestro de Caracas –de los hijos de las clases acomodadas– se encuentra con un Simón Bolívar en pleno pasaje de la niñez a la adolescencia y va guiando sus primeros pasos en la construcción de una pedagogía de la vida y para la vida.

Como revolucionario debió exiliarse tempranamente y, con el seudónimo de Samuel Robinson, partió de Venezuela hacia Europa, donde se encontraría años más tarde con el mismo Simón Bolívar para continuar con su labor educadora sobre aquel joven que dejó las comodidades de la oligarquía venezolana y abrazó para siempre la causa de la independencia de la América española.

En la acción y la reflexión rodrigueanas hay puntos de contacto con el ethos del cooperativismo transformador. Los valores y los principios que se expresaban tanto en los padres fundadores del utopismo solidarista como en las experiencias prácticas de la cooperación van en consonancia con muchos de los puntos de vista de Rodríguez.

El presente texto no se propone realizar una exhaustiva exégesis del pensamiento rodrigueano, sino enunciar algunos núcleos significativos que expresan cierta comunidad de ideas entre el gran educador y nuestro movimiento.

 

II.1. Filosofía, ética y política para un proyecto radicalmente democrático

 

Un principio central del pensamiento rodrigueano es la igualdad y la reciprocidad. Estas ideas son piedras angulares de las nuevas repúblicas que nuevos pueblos han de crear: “Piense cada uno en TODOS, para que TODOS piensen en ÉL”.[3]

Ciertamente, las repúblicas no emergen de un vacío histórico sino en un contexto en particular y tras el ejercicio continuado de largos períodos de dominación en todos los planos de la vida social. Tres siglos de explotación cultural, dominación política y violencia simbólica habían sido el signo de las relaciones entre la monarquía española y los habitantes de las tierras americanas.

El latrocinio de las riquezas nativas, el primer genocidio de la humanidad y la marca brutal del colonialismo han sido el corolario paradigmático de la construcción violenta de Nuestra América. Tres largos siglos de barbarie se fundaron en la fuerza de las armas y en el intento más o menos exitoso de legitimar una cultura “occidental y cristiana” negadora de las propias cosmovisiones de los antiguos habitantes de Abya Yala.

En este conflictivo proceso se fue amasando un conjunto de ideas sumamente relevantes, pues para legitimar la visión del dominador el dominado debía ser reducido a una entidad subhumana. En efecto, los habitantes preexistentes a la conquista de América fueron caracterizados como seres “amentes”, como instrumentos parlantes, como seres incapaces de tener autonomía moral e intelectual. Tras la masiva eliminación de poblaciones autóctonas –como ocurrió en la isla Santo Domingo con el exterminio de los taínos– se procedió al tráfico humano desde África para proveer de mano de obra esclava a la producción minera o agraria de las metrópolis.

Claro que tal recorrido no fue pacífico ni sumiso: estuvo plagado de resistencias. Desde el 12 de octubre de 1492 –cuando las botas españolas hollaron el territorio de lo que los europeos llamaron América– se registran protestas y levantamientos contra el orden colonial. Entre fines del siglo XVIII y el primer cuarto del siglo XIX se desplegó el momento culminante de luchas emancipatorias que terminó, por poner una fecha paradigmática, con la victoria militar en Ayacucho, el 9 de diciembre de 1824. La Corona capituló tras sangrientos combates, y abandonó los viejos mecanismos de dominación. La libertad conquistada abrió nuevas preguntas: ¿quiénes y cómo seríamos las americanas y los americanos?, ¿qué tipo de construcción debíamos llevar adelante?

Por un lado, Rodríguez defendía la idea de que la igualdad era condición necesaria para la construcción de las repúblicas y para las ciudadanas y los ciudadanos, que eran todos y todas sin excepción. Se trataba de una posición a contracorriente del sentido común de la época y de la cultura hegemónica. Para las nuevas fundaciones de pueblos y repúblicas había que inventar escuelas heredadas de la colonia que debían servir para descolonizarse. Y en primer lugar, al ser todos y todas iguales, escuelas para todos y todas: “Escuela para todos, porque todos son ciudadanos”.[4]

El carácter social de las comunidades americanas se fortalece a través de la acción educativa. Tal acción es indispensable dado que no está escrito que se vaya a asumir naturalmente la importancia de lo colectivo, de lo común. Más aún, de la colonia hemos heredado una cultura fundada en el egoísmo: “La mayor fatalidad del hombre, en el estado social, es no tener, con sus semejantes, un común sentir de lo que conviene a todos. La EDUCACIÓN SOCIAL remediará este mal”.[5]

El egoísmo aparece así como un sentimiento que, natural en las primeras fases del ser humano, debe ser limitado por la acción pedagógica:

Todo lo que nos agrade, nos parece estar en el orden, y en todo lo que se presenta a nuestros deseos, vemos una Conveniencia. Este sentimiento, hijo del amor propio y de la tendencia al bienestar (o amor de sí mismo) es lo que llamamos EGOÍSMO. Yo solo soy y solo para mí, son ideas de niño. El hombre que atraviesa la vida con ellas, muere en la Infancia, aunque haya vivido cien años. Sin moderar este sentimiento, el hombre no es sociable –los Sentimientos se moderan rectificando las Ideas.[6]

 Uno de los legados del colonialismo –si se quiere un antecedente remoto de las concepciones desarrollistas– propugnaba la idea de que nuestros territorios, alcanzada ya la independencia de la Corona, debían seguir el modelo europeo o norteamericano para adquirir un estatus civilizado. Frente a tales pretensiones, la perspectiva de Simón Rodríguez convocaba a construir un orden propio, acorde a nuestra historia, nuestras características y a la identidad siempre dinámica pero forjada a lo largo de la historia por nuestros habitantes. Decía Rodríguez respecto de este punto:

[L]a sabiduría de la Europa y la prosperidad de los Estados Unidos son dos enemigos de la libertad de pensar (...) en América (...). Nada quieren las nuevas Repúblicas admitir, que no traiga el pase del Oriente o del Norte. Imiten la originalidad, ya que tratan de imitar todo. Los Estadistas de esas naciones no consultaron para sus Instituciones sino la razón; y esta la hallaron en su suelo, en la índole de sus gentes, en el estado de las costumbres y en el de los conocimientos con que debían contar.[7]

Simón Rodríguez señalaba dos grandes revoluciones que exigía la independencia americana: una política y otra económica. En tal esfuerzo, el papel del trabajo para forjar pueblos y repúblicas era un factor muy importante para la creación del nuevo orden. Pero no cualquier trabajo, ni para cualquier fin, sino para refundar la sociedad:

No hay reunión de hombres sin un fin, el fin es satisfacer necesidades (…) Los hombres se juntan y se entreayudan, pero entreayudarse para adquirir cosas no es Fin social. Entreayudarse para proporcionarse medios de adquirir no es fin social tampoco. Proyectos de Riqueza, de Preponderancia, de Sabiduría, de Engrandecimiento, cualquiera los forma y los propone, pero no son proyectos sociales.[8]

La originalidad –que parte de asumir lo que provisoriamente llamamos una soberanía identitaria– es un atributo relevante para la formación de pueblos y repúblicas libres.

Junto a este rasgo es preciso dar prioridad a la “sociabilidad” como gran principio y fin de la formación, y a la naturaleza colectiva de la soberanía. Un principio que debe regir a las nuevas repúblicas es la colectividad por encima de los intereses meramente individuales. No son, claro, interesas necesariamente antagónicos. El ejercicio del poder debe expresar la voluntad colectiva y la soberanía del pueblo:

En el sistema Republicano, las costumbres que forman una educación social producen una autoridad pública, no una autoridad personal; una autoridad sostenida por la voluntad de todos, no una voluntad de uno solo, convertida en autoridad.[9]

En este apartado abordamos dimensiones culturales, históricas y políticas que nos ayudan a comprender el contexto de producción de la propuesta rodrigueana y, en lo fundamental, la apuesta a determinados valores sumamente asociados al cooperativismo.

La asociación virtuosa de la igualdad y la libertad, el respeto a la diversidad y a las identidades, la promoción de lo colectivo, la contención del egoísmo a favor del interés general, la participación como valor central constituyen un notable nudo de conceptos y valores que guardan una innegable coincidencia con la perspectiva del cooperativismo trasformador.

Y si el foco de interés y los mayores aportes de Rodriguez estuvieron centrados en estas dimensiones, no han sido menores sus contribuciones a la cuestión educativa, concebida como una práctica social fundamentalmente política y cultural llamada a transformar las subjetividades y crear nuevas culturas emancipatorias.

 

II.2. Una educación para la solidaridad

           

Si la empresa de la hora ha sido (y sigue siendo) la libertad, la educación debe contribuir a formar hombres y mujeres libres. Si la colonia forjó esclavos y esclavas, las repúblicas deben formar ciudadanos, ciudadanas y gobernantes, personas libres: “Si la ignorancia reduce al hombre a la esclavitud, instruyéndole el esclavo será libre”. [10]

Salir del egoísmo, del individualismo, como hemos visto, constituyen prerrequisitos de la formación para la sociabilidad. No hacerlo equivale a la imposibilidad de fundar un proyecto compartido y en la búsqueda de ese estado social la educación tiene un papel fundamental: “La mayor fatalidad del hombre, en el estado social, es no tener, con sus semejantes, un común sentir de lo que conviene a todos. La EDUCACIÓN SOCIAL remediará este mal”.[11]

La función de la educación eminentemente política tiene como rasgo la búsqueda de hombres y mujeres libres. Y para que todas y todos lo sean, deben a su vez ser sociables y velar por el interés común.

También el Sócrates de Caracas plantea la exigencia de una doble revolución: política y económica. Es decir que la creación de un nuevo orden comporta la creación de nuevos ciudadanos y ciudadanas, y de nuevos trabajadores y nuevas trabajadoras.

En esta difícil labor de dejar de ser lo que fuimos –siervos sometidos, oprimidos y oprimidas– deben ensayarse invenciones que conduzcan a la ardua creación colectiva. Un rasgo necesario de esta creación es la “utilidad” de cada quien, para contribuir a un esfuerzo común: “Para ser Sociable, es menester ser UTIL a sus CONSOCIOS, y para ser UTIL es menester haber aprendido a serlo”.[12]

Los valores sobre los que se basa la propuesta rodrigueana están ya esbozados. Ahora nos importa recorrer algunas de las especificidades que hacen a la dimensión pedagógica de su construcción.

 

II.2.1. Los atributos de la pedagogía rodrigueana

 

En las páginas previas repasamos elementos sustantivos de la cosmovisión del gran Simón Rodríguez. Una concepción ético-política asociada a valores de transformación, de solidaridad, de rupturas coloniales y construcciones de órdenes de justicia y emancipación, de creación de nuevas democracias y ciudadanías. Se puede ver a simple vista la enorme convergencia de los valores y los principios rodrigueanos con aquellos defendidos por el cooperativismo en general y por nuestra perspectiva transformadora, en relación al tipo de sociedad y de ser humano que se aspira a formar en el marco del proceso independentista originario.

Como se advirtió, estas creaciones no pueden disociarse de la coyuntura de su emergencia, si bien, vale la pena adelantar, tienen una vigencia significativa para pensar el proyecto pendiente referido a la construcción de la Patria Grande. Para conquistar la emancipación nuestroamericana se torna necesaria la construcción de una pedagogía y un proyecto político-educativo funcional a los objetivos libertarios y transformadores.

Las preocupaciones generales del campo de la filosofía y la política tensan e interpelan a los proyectos educativos, en sentido amplio, para contribuir a la formación de pueblos soberanos, de repúblicas y democracias protagónicas y participativas, de nuevas configuraciones de lo público y de la ciudadanía. Estos ambiciosos objetivos deben ser producto de la voluntad política, pero importan transformaciones culturales y requieren de una herramienta educativa en sentido amplio. El cooperativismo enfrenta un mismo desafío: construir subjetividades que reafirmen un proyecto colectivo radicalmente democrático y transformador.

Veremos entonces cómo Simón Rodríguez plantea algunas ideas que resultan pertinentes y valiosas para pensar nuestra propia educación cooperativa.

           

Clave 1: Construcción de pueblos y repúblicas

Una primera función de la educación es formar pueblos y repúblicas. Decir esto en una lucha a muerte para salir de tres siglos de colonialismo le da a la pedagogía rodrigueana una impronta fuertemente política:

 

Muchos tratados se han publicado sobre la Educación en general, y algunos sobre el modo de aplicar sus principios, a formar ciertas clases de personas; pero todavía no se ha escrito para educar pueblos que se erijan en naciones.[13]

 

Y en otro fragmento advierte: “Pero esta labor de crear Pueblos y Repúblicas no era una labor sencilla, no se trataba de copiar fórmulas eficaces sino que requería una labor de invención”.[14]

 

En este último párrafo se pone de manifiesto una primera respuesta a la pregunta “¿para qué educar?”. Este interrogante sustantivo fue planteado en contextos de revolución e irá constituyendo una invariante pedagógica del pensamiento rodrigueano: el carácter eminentemente político, social, cultural y económico que nuestro pedagogo revolucionario le asigna a la educación como práctica histórica humana.

En orden complementario, deja entrever otra gran labor creadora frente a realidades inéditas que tensan e interpelan a quienes están llamados a superar el viejo orden, para generar una transición a una sociedad diferente, con rasgos en muchos casos antagónicos a los del orden superado por la lucha política.

El punto resulta muy fértil pues enuncia la complejidad de hacer nacer unas relaciones sociales nuevas. Dado que la revolución a la que refiere Rodriguez no era una fórmula universal, sino que se circunscribía a la gran Colombia[15], el tema resulta del todo relevante: cómo hacer para sepultar las viejas relaciones y hacer nacer las nuevas, en medio de la amenaza de las fuerzas del viejo orden moribundo.

 

Clave 2: Construir un pensamiento propio

 

Este es un principio para estimular la soberanía cognitiva, estética y ética: formar personas que puedan desarrollar su propio juicio y actuar en consecuencia. Es claro que este atributo de la pedagogía rodrigueana es parte de un abanico más amplio de dimensiones de una “buena educación”. No será tomada como un compartimento estanco de otros aspectos.

Frente a las visiones tecnocráticas que valoran la adquisición de determinadas competencias –como por ejemplo, saber leer–, nuestro pedagogo se ocupa de promover una lectura del mundo circunstanciada y propia. Leer, sí, pero pensando y sintiendo para poder apropiarse genuinamente de los conceptos a transmitir: “Leer no será estropear palabras por ganar tiempo, sino dar sentido a los conceptos”.[16]

Otro aspecto que cuestiona detrás de las prácticas memorísticas es su implicancia indeseable en la configuración de una personalidad carente de la posibilidad de analizar y argumentar con razones. “Mandar recitar, de memoria, lo que NO SE ENTIENDE, es hacer PAPAGALLOS, para que (…) por la VIDA! (…) sean CHARLATANES”.[17]

De modo complementario, es duramente cuestionada la relación pedagógica que estimula no solo la memorización y la repetición sino, detrás del “método”, una relación de sometimiento.

OBEDECER CIEGAMENTE es el principio que gobierna. Por eso hay tantos Esclavos – y por eso es Amo el primero que quiere serlo. Enseñen los niños a ser PREGUNTONES! Para que, pidiendo el POR QUÉ de lo que se les mande hacer, se acostumbren a obedecer (…) a la RAZÓN! No a la AUTORIDAD, como los LIMITADOS, ni a la COSTUMBRE, como los ESTÚPIDOS.[18]

En esta segunda clave se asocian las dimensiones del saber y del poder a partir de la crítica a la educación tradicional y reproductora. Por un lado, la actividad repetitiva hace de las personas loros charlatanes y la relación basada en la obediencia genera esclavos. Si queremos construir una educación para la vida y para la libertad, debe hacerse una pedagogía diferente, propia, democrática, transformadora.

 

Clave 3: Una educación integral

 

La misma filosofía que piensa para nuestras sociedades –habla Simón de pueblos y repúblicas– sostiene su proyecto de personas que deberán desplegar todas sus potencialidades, en todos los aspectos que hacen a la plenitud como seres sentipensantes.

Simón Rodríguez piensa en un ser humano integral y para lograr tal fin establece la exigencia de una educación que abarque diferentes dimensiones de la personalidad:

Piénsese en las cualidades que constituyen la Sociabilidad, y se verá que los hombres deben prepararse al goce de la ciudadanía con cuatro especies de conocimiento: por consiguiente, que han de recibir cuatro especies de instrucción en la primera y segunda edad. Instrucción social, para hacer una nación prudente. Instrucción corporal, para hacerla fuerte. Instrucción técnica, para hacerla experta. Instrucción científica, para hacerla pensadora. Con estos conocimientos prueba el hombre que es animal racional: sin ellos, es un animal, diferente de los demás seres vivientes solo por la superioridad de su instinto.[19]

Esta perspectiva se da de bruces con un modelo pedagógico que reduce la educación a la instrucción, y esta a una sumatoria cuantitativa de conocimientos. Nuestro pedagogo dice de manera muy clarificadora:

El objeto del autor, tratando de las Sociedades americanas, es la EDUCACIÓN POPULAR y por POPULAR entiende GENERAL. INSTRUIR no es EDUCAR ni la Instrucción puede ser equivalente de la Educación. Aunque Instruyendo se Eduque. En prueba de que con acumular conocimientos, extraños al arte de vivir, nada se ha hecho para formar la conducta social –véanse los muchísimos sabios mal criados, que pueblan el país de las ciencias.”[20]

 

La diferencia entre “educar” e “instruir” que propone tempranamente nuestro Simón resulta un punto de enorme actualidad pues la pedagogía oficial reduce todo lo esperable de la educación al concepto de “calidad educativa”. El núcleo duro de este proyecto supone una estandarización de los conocimientos que deben ser incorporados para estar en presencia de una educación deseable. Frente a esta distopía tecnocrática, el pedagogo caraqueño opone una educación integral, crítica, emancipadora, radicalmente democrática.

 

Clave 4: Una educación para el trabajo

 

El planteo filosófico y político de Rodríguez explicita la necesidad de efectivizar dos revoluciones, una política y otra económica. Para la primera hace falta formar una ciudadanía activa y gobernante. Y para adquirir la autonomía nacional es imperioso contar con una base material. La necesidad de tener una economía que satisfaga las necesidades materiales y simbólicas de la población autóctona tiene un correlato en un proyecto que hace del trabajo un elemento central de la pedagogía que deberán reinventar los gobiernos.

En cuanto a la indicación de los medios de adquirir; toca a los Maestros hacer conocer a los niños el valor del trabajo, para que sepan apreciar el valor de las obras. Hacerles entender que la Industria es una propiedad que se debe respetar: por consiguiente que nadie tiene derecho para arruinar la industria ajena por establecer la suya. Que la división de trabajos, en la confección de las obras, embrutece a los obreros, y que, si por tener tijeras superfinas y baratas hemos de reducir el estado de máquinas a los que las hacen, más valdrían cortarnos las uñas con los dientes: por el contrario, que la división de trabajos en la producción es necesaria: porque la superabundancia de una misma cosa en todo en un país, abarata el producto, desprecia el trabajo y empobrece al productor. [21]

En su mirada hay preocupaciones que rebasan la formación laboral en una institución escolar o le dan, en todo caso, otra perspectiva: evitar que la competencia sea la relación dominante entre personas o empresas, que se propenda a trabajos menos fragmentados y más desenajenados, que se valore la producción diversificada para una economía que tiene lugar para todos y todas los y las que producen y que se reparten la riqueza generada. La proyección de este elemento cultural y de gestión resulta fundamental en el sistema educativo pero también en las cooperativas. Debemos pues considerar aquí los aportes rodrigueanos en su bidireccionalidad: valen para pensar el cooperativismo en las instituciones educativas, pero también para pensar la educación en las cooperativas.

 

II.3. Los y las docentes, un trabajo colectivo

 

Su perspectiva, su concepto de sociabilidad como lo común, lo colectivo o lo compartido se expresa también en los modos de organización del colectivo docente. En un informe que presenta muy joven a las autoridades de Caracas promueve un modo de construcción colectiva de la vida de las instituciones escolares. Allí se expresan distintos aspectos de un modelo enriquecido de trabajo docente y de educadores y educadoras. Son docentes que asumen una configuración colectiva, que producen conocimiento a partir de su hacer, que lo hacen de modo sistemático, y esto implica no solo un paradigma pedagógico sino un método para la formación permanente de educadores y educadoras. Dice Rodríguez:

 

El día último de todos los meses deberán los maestros, pasantes, aficionados presidiendo el director juntarse en la escuela principal, a tratar sobre lo que cada uno haya observado así en el método como en la economía de las escuelas; y según lo que resulte, y se determine quedarán de acuerdo para lo que deben practicar al mes siguiente. (...) A este efecto se hará un libro foliado y rubricado por el director; y en él se escribirán todas las consultas y las providencias que se dieren autorizándose con las firmas de todos. El encabezamiento de este Libro debe ser La nueva construcción, régimen y método en las Escuelas, para tener un principio seguro en qué fundarse, y una noticia ordenada de las materias que deban tratarse. Escribiéndose a continuación todos los descubrimientos, progresos y limitaciones que se vayan haciendo, vendrá a ser ésta con el tiempo una obra de mucha utilidad para las Escuelas; porque se tendrán a la vista desde sus principios, y se formará una colección de buenos discursos y noticias que ilustren a los que hayan de seguir su gobierno. (...) No podrá dispensarse alguno de los individuos la asistencia a la junta mensual si no fuere por enfermedad o ausencia; y en ambos casos deberá el pasante más antiguo (que será el que hará de Secretario) comunicar la noticia en el mismo día a los enfermos y en el que lleguen a los ausentes para su inteligencia.[22]

 

Lo expuesto hasta aquí nos permite ahora entender no solo por qué Rodríguez era un cooperativista hecho y derecho sino por qué, además, el cooperativismo transformador debe incorporar atributos del proyecto rodrigueano.

 

III. A modo de conclusión

             

El punto de partida de nuestro texto obedeció a una inquietud ligada a nuestros orígenes y a nuestra identidad. Muchos de nosotros y de nosotras somos nietos o bisnietos de hombres y mujeres que se exiliaron por el hambre, por la persecución política o por ambas cosas. Y trajeron consigo la valiosa experiencia del cooperativismo. Pero no venían solo con su bagaje práctico sino munidos de una ética política, unos valores y principios que orientaban su acción.

El cooperativismo de crédito –que es apenas una rama del cooperativismo– tenía estos atributos de sus fundadores y fundadoras, inmigrantes europeos rusos o polacos en su mayoría. Estas raíces permiten comprender muchas marcas de origen que persisten aún hoy en nuestras entidades, pero el recorrido histórico enriqueció la composición de nuestro movimiento y las fuentes que nos hacen reconocernos como cooperativistas se ampliaron de manera sostenida.       

Las entidades nucleadas en el Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos han desplegado no solo instituciones comerciales complementarias del servicio financiero sino otras de carácter cultural y educativo.

Un elemento del cooperativismo como sujeto colectivo que reconoce una tradición, una identidad, un proyecto, es la explicitación de su “linaje”, de sus hitos, de sus referencias individuales, personas que se han destacado por aportar al enriquecimiento de nuestras construcciones. Hay una dimensión simbólica y una práctica. En tal esfuerzo de recreación del propio proyecto, la pregunta por la identidad tiene evidente relevancia pues no podemos saber quiénes somos si no sabemos de dónde venimos; y tampoco podemos decir dónde queremos ir si no tenemos claro quiénes somos. En este afán por repensarnos es que surge la idea de una revisión crítica de nuestras fuentes, y de repensar otros acervos que son concomitantes con nuestra visión del cooperativismo.

El sesgo de origen de nuestra visión del cooperativismo le da una importancia muy relevante a las referencias teóricas y prácticas europeas. No puede ser de otro modo pues los primeros y las primeras cooperativistas integraban el contingente de hombres y mujeres que recomenzaron su vida tras el duro exilio. En el siglo XXI, en que se reactualiza la noción de Patria Grande, el cooperativismo transformador tiene la responsabilidad de volver su vista hacia los linajes y legados nuestroamericanos.

Esta operación habilitaría el enriquecimiento de la configuración cultural de Nuestra América en la medida en que es plausible que muchos de sus referentes, colectivos y pueblos hayan contenido elementos sustantivos de la tradición solidaria. En este caso se puede hablar, por decirlo pronto y claro, de un Simón Rodríguez cooperativista. Sus prácticas, sus reflexiones, sus preocupaciones y sus apuestas son convergentes con las posiciones del movimiento cooperativo. Hay fuentes que refieren que durante su larga estadía en Europa –en las primeras dos décadas del siglo XIX– adquirió un importante conocimiento sobre la obra de Saint Simón y Owen. Las ideas fundantes de los socialistas utópicos eran perfectamente compatibles con sus invenciones filosóficas, políticas y pedagógicas. De las lecturas de estos clásicos surgen ideas centradas en el principio fundamental de la igualdad humana (con todas sus implicancias). También hay concepciones de organización social y política ligada a la construcción de un proyecto común, construida como democracia protagónica y participativa. Y finalmente hay una mirada pedagógica –tanto en los utópicos como en Rodríguez– que intenta sintetizar los valores y los principios en un proyecto político educativo y pedagógico consistente. No es exageración alguna otorgar a Simón Rodríguez el título de revolucionario y pedagogo cooperativista por antonomasia. No sería el primero –pues cabe reconocer en muchas prácticas de pueblos originarios elementos nuestroamericanos del cooperativismo–, pero sí el más descollante en la lucha por la primera independencia americana.

Pero también hay otra vía, complementaria y convergente. Es que el cooperativismo también se beneficia de experiencias y referentes que nos dan mayor amplitud y densidad, al enriquecer nuestro linaje. Un cooperativismo rodrigueano, en suma, sería la contracara del Simón cooperativista. Reconocernos en esta figura y su legado enriquece nuestro acervo, nuestra programática, nuestra herencia diversa y plural.

En este tiempo histórico en que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer –aunque está naciendo–, recrear nuestra identidad es un hilo que se hunde en el futuro y se proyecta en el porvenir. El cooperativismo nuestroamericano y transformador debe continuar la labor de descubrir sus raíces continentales. Un camino que se ha iniciado pero que tiene aun muchas más preguntas que respuestas.

 

 

Bibliografía

Rodríguez, Simón. Escritos. Caracas: Sociedad Bolivariana de Venezuela, 1954.

Rodríguez, Simón. Obras completas, Tomos I y II. Caracas: Ediciones del Congreso de la República de Venezuela, 1988.

--- Obras completas, Tomo II. Caracas: Presidencia de la República, 2001.

--- Sociedades americanas. Caracas: Ayacucho, 1990.

--- O inventamos o erramos. Caracas: Monte Ávila, 2008.

Rumazo, Alfonso. Ideario de Simón Rodríguez. Caracas: Centauro, 1980.

 

 

 

[1] Vicerrector del Instituto Universitario de la Cooperación (IUCOOP). Correo electrónico: pimen@gmail.com.

[2] El Banco Credicoop es heredero de las cajas de crédito cooperativas (la primera de ellas fundada en Buenos Aires en 1918) que se desarrollaron hasta 1977. Ese año, la dictadura cívico-militar condicionó el funcionamiento de las cajas de crédito que representaban un amplio abanico de organizaciones solidarias. Las medidas del gobierno dictatorial dieron cauce a la formación de decenas de bancos cooperativos que, tras décadas de políticas neoliberales, quedaron reducidos a un único banco cooperativo nacional en Argentina.

[3] Rodríguez (2001), 29.

[4] Rodríguez (1990), 34.

[5] Ídem, 107.

[6] Rodríguez (2008), 155.

[7] Rodríguez (2008), 65.

[8] Rodríguez (1988), T. I, 227-228.

[9] Rumazo (1980), 128.

[10] Rodríguez (2008), 23.

[11] Rodríguez (1990), 107.

 

[12] Rodríguez (2001), 15.

[13] Rodríguez (1988), T. II, 104.

[14] Ídem, 34.

[15] La Gran Colombia estaba integrada por los actuales territorios de Panamá, Venezuela, Colombia y Ecuador.

[16] Rodríguez (1988), T. I, 410.

[17] Rodríguez (2001), 29.

[18] Ídem, 27.

 

[19] Rodríguez (2008), 63.

[20] Ídem, 41.

[21] Rodríguez (1988), T. I, 236.

 

[22] Rodríguez (1954), 17.