Revista Idelcoop nº 236 - Marzo 2022 - ISSN Electrónico 2451-5418 / Sección Reflexiones y Debates
Idelcoop Fundación de Educación Cooperativa
Centros culturales autogestionados de la ciudad de Buenos Aires. Principales problemáticas y desafíos para la investigación
Jorgelina Flury[1], Jorge Santacecilia[2], Aldana Sardelli[3]
Artículo arbitrado
Fecha de recepción: 05/01/2022
Fecha de aprobación: 10/03/2022
Resumen: En este artículo nos proponemos realizar un estado de la cuestión acerca de los trabajos realizados sobre el subsector de centros culturales de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, abordando las investigaciones realizadas y publicadas en los últimos 20 años. Tomamos este período porque a partir de los sucesos de 2001 se dieron procesos empíricos que, adoptando modelos autogestionados, interrogaron políticamente la organización jerárquica de la sociedad; muchos de los cuales se encauzaron en la praxis de organizaciones culturales y fueron variando con el tiempo.
Ingresamos en el tema a partir de una mirada panorámica que busca identificar quiénes y desde qué contextos han publicado sobre estos actores, cómo los definen y qué tipologías construyen. Mediante el análisis interpretativo de 36 textos académicos accesibles en bases digitales procuramos identificar los principales hallazgos, nudos problemáticos y desafíos para la investigación sobre este sector en relación al contexto actual. La puesta en diálogo de las y los autores se realizó alrededor de los siguientes ejes o dimensiones: la dimensión socio-organizativa (la estructura y dinámica política, la cuestión del trabajo y su retribución), el sostenimiento económico y la dimensión territorial-comunitaria. Debido a nuestra perspectiva de estudio nos interesamos especialmente por la vinculación entre sector cultural autogestionado y economía social y solidaria.
Palabras clave: estado del arte, centros culturales, economía social y solidaria.
Introducción
En el presente artículo buscamos dar cuenta del estadio actual del conocimiento sobre los centros culturales autogestionados de la ciudad de Buenos Aires a partir de la lectura reflexiva de publicaciones académicas realizadas en las últimas dos décadas y accesibles en bases digitales. Aspiramos a producir un diálogo de saberes que nos permita precisar el objeto y las dimensiones de estudio y enriquecer el marco referencial de nuestro proyecto de investigación “Modelos de gestión de organizaciones culturales de base socio-comunitaria” (Flury- UNTREF 2021-2023). Este proyecto tiene como propósito analizar los modelos de autogestión de organizaciones culturales urbanas en los que predomina la reciprocidad como modo de regulación socio-económica.[4] Para ello se busca analizar de manera integrada diversos aspectos tales como la influencia del territorio y la concepción comunitaria que lo atraviesa, los valores y normas implícitas, las formas de sociabilidad, la configuración de roles y autoridad, los procedimientos y mecanismos para la toma de decisiones, las formas de creación y de distribución económica, así como los saberes y aprendizajes que permiten avanzar hacia la cultura de la autonomía,[5] en base a las narrativas de algunos/as de sus integrantes. Sabemos por estudios previos como el de Zarlenga, Cassini, Quiña & Benzaquén (2020) que antes de la pandemia de Covi-19 existían alrededor de 76 centros culturales independientes en la ciudad de Buenos Aires (un número que posiblemente sobrepasa a los centros culturales autogestionados ya que el estudio incluía sociedades comerciales y espacios de titularidad individual). Si bien esta cifra no contempla los cierres que se produjeron por el gran impacto que tuvo la crisis sanitaria en sectores con fuerte incidencia de la presencialidad, sí nos da una idea de su relevancia en la geografía de la ciudad. Además, una de las razones que nos impulsa a estudiar los centros culturales autogestionados es la permeabilidad que éstos han tenido en distintos contextos históricos de crisis, constituyéndose como espacios de disputa simbólica, resistencia o refugios frente a la ausencia de sentido (desde la post-dictadura hasta el menemismo, la crisis de 2001, la vuelta del neoliberalismo en 2015). Entendemos, siguiendo a Benito (2017), que son ámbitos participativos de reconfiguración de ciudadanía que aportan visibilidad y legitimidad comunitaria a una problemática. En tal sentido puede resultar interesante su estudio en profundidad en el contexto de crisis económica, sanitaria y ambiental que se ha manifestado en los últimos 2 años. Esta situación los ha afectado operativamente; según datos del SINCA las industrias culturales fueron el tercer sector de la economía más afectado por la pandemia en la primera mitad de 2020 y en particular el sector de las artes escénicas y los espacios culturales acusaron mayor impacto por la alta incidencia de la presencialidad, pero también se han generado transformaciones en su interior y un escenario para la explicitación de nuevas necesidades comunitarias (Flury y Jungberg, 2021).
Antes de ingresar al trabajo de campo en profundidad realizamos entonces el presente relevamiento para elaborar un estado de la cuestión sobre centros culturales autogestionados de la ciudad de Buenos Aires. Según Guevara Patiño (2016: 8) “el valor del estado del arte se encuentra en el ejercicio mismo de poner a dialogar a los investigadores, a través de sus textos, en torno a un tema, y presentar así los estados de conocimiento y avances en un momento determinado, así como las comunalidades y especificidades de tratamiento de dichos temas” Incluimos excepcionalmente algunas publicaciones sobre la ciudad de La Plata y otras que abordan el análisis del sector cultural en relación a la economía social y solidaria porque tratan aspectos y dimensiones afines a los primeros. El análisis de la producción investigativa nos permite entender mejor la problemática actual del campo, sus tendencias y vacíos, revisar las dimensiones de análisis originalmente planteadas y ajustar las estrategias metodológicas para que nuestro proyecto contribuya en alguna medida con el desarrollo científico de la cuestión.
La metodología de trabajo consistió, en primera instancia, en la lectura de un total de 36 textos hallados mediante búsquedas con palabras clave en bases de datos digitales, los cuales fueron abordados desde algunas categorías acordadas previamente para su análisis y otras que fueron surgiendo de una primera lectura interpretativa. Como segundo momento realizamos una codificación del material empleando el programa Atlas Ti de análisis científico de datos, para concluir con el análisis posterior buscando componer un estado de la cuestión que responda a los siguientes tópicos:[6]
¿Quiénes investigan y publican sobre el sector? ¿Desde qué contextos lo hacen y sobre qué casos? ¿Cómo se definen los centros culturales autogestionados? ¿Qué tipologías podemos reconocer? ¿Cuáles son las dimensiones más analizadas y qué debates albergan? ¿Qué problemáticas y principales hallazgos surgen de esos estudios? ¿Qué debates están ausentes o requieren de nuevos abordajes? ¿En qué medida vinculan la cultura independiente y autogestionada con la economía social y solidaria?
Compartiremos un breve comentario vinculado al primer interrogante en esta introducción y abordaremos los restantes en los siguientes apartados y en las conclusiones.
De una primera lectura sobre los textos seleccionados se desprende que en su amplia mayoría son escritos por investigadoras/es de distintos ámbitos de las ciencias sociales que emplean preferentemente (aunque no en forma exclusiva) metodologías cualitativas y de corte etnográfico. Se destaca su inscripción institucional en carreras como psicología, sociología, antropología, filosofía, letras, ciencias de la comunicación y, excepcionalmente, en artes, mientras que hay muy pocos abordajes desde economía, derecho y administración. Una quinta parte de los artículos son redactados por personas que ofician como gestores y gestoras culturales de los espacios o que investigan desde dicho marco de estudios. Otro aspecto particular es la preeminencia de autores/as provenientes de universidades públicas (principalmente de la UBA y la UNLP). Adicionalmente advertimos que casi la totalidad de la producción académica sobre el sector a la que pudimos acceder (un 90%)[7] fue escrita por mujeres. A la hora de analizar las temáticas y contextos históricos, se advierte un mayor interés en el estudio de centros culturales en fábricas recuperadas entre el período 2005 a 2010 (un 23% de los textos analizados corresponden a este período) con predilección por los casos de IMPA[8] y Chilavert.[9] Como era de esperar el grueso de las publicaciones accesibles en bases digitales se encuentran en la última década, durante la cual se abordan una variedad de casos, pero predominan los escritos sobre el Centro Cultural Matienzo[10] realizados por investigadores/as que se identifican a su vez como integrantes de dicho espacio. Por otra parte, se observa en los últimos años (a partir de 2018) una tendencia al estudio panorámico del sector, aunque desde distintos enfoques (las/los sujetos de estudio varían entre espacios culturales alternativos, centros culturales independientes, centros culturales autogestivos, culturas independientes, etc.) desplazando o complementando el análisis cualitativo de la observación directa con relevamientos cuantitativos y en algunos casos georreferenciados sobre la base de encuestas, entrevistas y registros diversos. Por último, también desde 2018 a 2021 se vislumbra un incipiente abordaje y vinculación explícita de este tipo de experiencias con la economía social y solidaria, la gestión cooperativa y ciencias de la administración que buscan interpretar la complejidad de estas organizaciones con un marco que trasciende la perspectiva utilitarista del management.
1. Conceptualización y tipología de los centros culturales autogestionados
Si bien la recopilación se realizó utilizando buscadores como: asociativismo, cooperativismo y autogestión en relación a la cultura, en la mayoría de los textos visitados observamos una tendencia a intercambiar y/o yuxtaponer los términos independiente y autogestionado al particularizar el subsector. En este sentido, el informe Culturas Independientes[11] (Zarlenga, Cassini, Quiña & Benzaquén, 2020) ha planteado el desafío que implica definir lo independiente teniendo en cuenta el origen y particular devenir histórico de dicho concepto en los diferentes subsectores (música, teatro, espacios culturales) y la dificultad para delimitarlo. Aún con esta complejidad, el informe sistematiza aportes de varios autores/as y formula una conceptualización abierta que se nutre de 3 componentes (Zarlenga, 2019:15): las personas que trabajan en la producción artística, los productos resultantes de su trabajo y las organizaciones o espacios en los que se llevan adelante. No obstante, dentro de las organizaciones y espacios relevados podemos apreciar que, junto con cooperativas y asociaciones, se cuentan experiencias unipersonales y sociedades comerciales. Esto quiere decir que no todos los espacios en los que se programa cultura independiente son autogestionados, entendiendo la autogestión como una práctica que se da en el seno de organizaciones reguladas por la simetría y la solidaridad recíproca con una orientación hacia la democratización política y económica. Sumado a esto, en base a nuestra propia implicación en redes y organizaciones culturales podemos afirmar que no todas las organizaciones culturales autogestionadas calificarían sus producciones necesariamente como “independientes”, especialmente si tenemos en cuenta aquellas con una orientación más política y/o comunitaria. Esto lo sostenemos en el sentido de inserción territorial con la comunidad circundante, pero también como construcción de lazos en pos del bien común desde un concepto amplio de cultura, que lleva a la articulación con otras lógicas organizativas más allá de la programación artística, como el trabajo en conjunto con asambleas barriales, productoras agroecológicas, disputas por el espacio público.
Para este trabajo buscamos identificar aportes que nos ayuden a definir los centros culturales autogestionados de la Ciudad de Buenos Aires, pero notamos las mismas superposiciones semánticas que mencionamos más arriba entre lo autogestivo, lo independiente, lo alternativo y lo emergente, entre otros conceptos. Aun así, y apoyándonos principalmente en los textos que hacen estudios transversales sobre el sector o bien analizan casos múltiples (Alarcón Valencia, 2018; Wortman, 2015; Berge y Zucaro, 2018; Cervellera, 2019; Zarlenga, 2019; Valente, 2019; Fernández Curuchet y Hantouch, 2018), podemos recortar una conceptualización, así como también la enunciación de tipologías según la prevalencia de diferentes propósitos o finalidades.
Encontramos que las publicaciones aportan a una definición de los centros culturales autogestionados que podemos organizar en 3 criterios complementarios: i) el tipo y modalidad de las actividades desarrolladas, es decir ¿qué hacen? ii) la forma de organización con la que se llevan adelante dichas actividades, es decir ¿cómo lo hacen? y por último iii) su particular inscripción espacial y territorial, ¿dónde y entre quiénes acontece esa actividad cultural?
Respecto del primer criterio, en distintos artículos se subraya como valor y signo de identidad la multiplicidad y diversidad de expresiones artísticas y culturales que se crean, programan, enseñan y difunden al interior de estos espacios, así como su carácter alternativo, independiente, experimental, emergente y popular. Cuando estos calificativos refieren a las propuestas estéticas no se precisan mucho sus diversos significados y lo autogestivo aparece como un sinónimo principalmente de independiente. Recién en las formas de organización encontramos más claves para precisar lo específicamente autogestivo. Lo que sí se resalta es que se trata de una “oferta cultural ajena a las políticas estatales y las industrias culturales” (Zarlenga, 2019: 19) que emerge “fuera del circuito oficial y las propuestas comerciales masivas” (Fernández Curuchet, 2018: 57). Cervellera (2019) por su parte, considera que los espacios culturales independientes y autogestivos afirman una postura política frente al ocio y la cultura y, citando a Moreno (2010), agrega que “ofrecen una experiencia autotélica compleja que incluye una dimensión lúdica, creativa, festiva, ambiental-ecológica y solidaria; una forma activa y constructiva de emplear el uso del tiempo” (Cervellera (2019: 6). Otras autoras como Wortman (2015: 10), han señalado incluso que en estos centros “lo cultural constituye un espacio de socialización y de encuentro, más que una búsqueda de disfrute de lo artístico en sí mismo” y Elena (2009) refiere a una heterogeneidad en la programación que prioriza la construcción ética sobre la estética. La idea de diversidad y heterogeneidad sería una parte constituyente de la programación de estos espacios, también desde la perspectiva de Benito (2017). Por último, es de destacar que son los centros culturales quienes más espectáculos y talleres ofrecen sobre disidencias (Zarlenga, 2019) dando cuenta de la diversidad de su programación.
En el segundo criterio, referente a cómo realizan sus actividades, se explicita un poco más el componente “autogestivo y comunitarista” (Zarlenga, 2019: 14) que parece prevalecer en centros culturales si se los compara con otros actores que también programan cultura (como teatros o clubes de música). Para Martínez, Fuckelman & Sciorra (2018: 539) estos espacios introducen “formas más democráticas de inclusión en los tres ejes fundamentales del campo artístico: la producción, la circulación y el consumo”. Benito (2017b: 83) entiende la autogestión como una forma de producir y programar “cultura independiente” que se hace posible principalmente “por amor al arte”, y mediante la asociatividad en dinámicas grupales con “mecanismos colectivos de trabajo” (Benito, 2017b:75). En otras publicaciones, la misma autora (Benito, 2013 y 2018) focaliza en las características de los grupos que autogestionan cultura desde la mirada de la psicología social. Por otra parte, en los escritos de Cervellera (2019) y de Cassini (2018), -este último, usa la denominación “organizaciones culturales emergentes”- se definen las formas de obrar de estos actores colectivos desde una perspectiva sociológica, aludiendo a aspectos vinculares, de relación con los públicos y usuarios, modos de socialización, subjetividades y formas de participación en redes. Berge & Zucaro (2018) directamente refieren a estos espacios como “alternativos”,[12] en su modo de hacer destacan la no finalidad de lucro, una lógica no jerárquica y la poca distinción y frecuente intercambio de roles. Si nos adentramos en los escritos de otras autoras como Fernández Curutchet & Hantouch (2018) y Alarcón Valencia (2018) se pueden leer referencias más concretas a formas de organización y gestión cooperativa, asamblearia, asociativa, o sin fines de lucro. En el primer caso se subraya la existencia de una estructura que puede tener mayor o menor organicidad pero que apela al trabajo horizontal en comisiones, con una lógica colaborativa a través de redes y meta organizaciones, que a su vez contribuye a afrontar la escasa sustentabilidad económica que los aqueja; en el segundo caso se asimila la organización cooperativa a la de las fundaciones, por ser todas expresiones institucionales de un tercer sector en el cual, desde la perspectiva de la autora “los beneficios obtenidos no se distribuyen entre sus socios o directores” (Alarcón Valencia, 2018: 53). Lo que visualizamos aquí es un cierto énfasis en la orientación comunitaria y altruista de este tipo de organizaciones, característica de la perspectiva de Tercer sector, que, según la definición más ampliamente divulgada (de Salamon y Anheier, 1992) estaría integrado por organizaciones que no distribuyen beneficios. Esta perspectiva quizá puede poner de soslayo la problematización de la orientación asociativa de las mismas (presente en las cooperativas, no así en las fundaciones), que es la que permite a sus integrantes procurarse un mecanismo autónomo de reproducción del trabajo en forma colectiva y decidir distribuir beneficios según criterios equitativos o igualitarios, es decir, al margen de las lógicas estatistas y mercantiles. Por último, el tercer criterio, tiene que ver con el emplazamiento físico y territorial, es decir en dónde transcurren estas actividades y qué actores están implicados. Alarcón Valencia (2018) afirma que en la ciudad de Buenos Aires los centros culturales se encuentran en casas antiguas con diversos espacios, patio y/o terraza, lo que habilita la simultaneidad y multiplicidad a que hacíamos referencia anteriormente. También se sitúan en teatros, galpones, clubes recuperados (Benito, 2013 y 2017), radios comunitarias y, excepcionalmente en espacios itinerantes (Buffa, 2021).[13] A estos debemos sumar la singular experiencia de los centros culturales que se crean en empresas recuperadas, con un propósito en sus inicios de integrar el trabajo fabril y la producción cultural, y que, según Molinari & Uhart (2005), representan un “espacio de relación entre el afuera y el adentro de la fábrica”. Apelando a su trayectoria histórica, recordemos que los centros culturales se caracterizan por una mayor permeabilidad respecto del territorio originada en la función democratizadora y de reparación del lazo social que tuvieron a la salida de la dictadura militar (País Andrade, 2006; Benito, 2017b; Valente, 2019). Así, ante sucesivas crisis político-institucionales serán considerados como parte fundamental de la trama social urbana con una inscripción territorial profundamente barrial (Zarlenga, 2019). Sin embargo, Wortman (2015) y Alarcón Valencia (2018) han relativizado su eficacia para lograr participación ciudadana a través del barrio, dado que, si bien implican una recuperación del espacio público, el tipo de vínculos que allí se reproducen fortalece una comunidad conectada principalmente a través de las redes que caracteriza a los circuitos de producción y consumo cultural de jóvenes de clases medias. En todo caso, parecería que esta eficacia se encuentra condicionada por las finalidades con las que se constituyen los centros culturales autogestionados, las cuales se expresan en diversas tipologías según se priorice la motivación artístico-cultural, la política o la socio-comunitaria o la de construir un espacio de interacción entre trabajo fabril, cultura y comunidad, propia de los centros culturales de las empresas recuperadas (Molinari & Uhart, 2005). Para caracterizar estas tipologías, seguimos a Wortman (2015) en la ciudad de Buenos Aires, y a Valente (2019) y Martinez, Fuckelman & Sciorra (2018) en la ciudad de La Plata, quienes coinciden en distinguir los espacios según prevalezca a) la finalidad artístico-experimental, que nuclea juventudes en torno de una “nueva sensibilidad y estilos de vida” (Wortman, 2015: 6), sociabilidades de cercanía y dinámicas micropolíticas, en donde “muchos ya no miran sólo el barrio a su alrededor, sino que trabajan en función de un público específico, hacia el interior de una escena artística local” (Valente, 2019, 51) b) la finalidad político-cultural en la cual lo artístico es parte de una disputa política mayor y se busca incluso “reflexionar y sensibilizar sobre temáticas sociales, políticas o ambientales” (Martinez, Fuckelman & Sciorra, 2018: 545) y c) la finalidad social-comunitaria que busca reconstruir lazos sociales y una forma de intervención en una sociedad fragmentada post- crisis de 2001 (Valente, 2019: 50). Es quizá en esta última tipología en donde se produce un vínculo más directo con el territorio y en donde podemos alojar como subtipo la experiencia de los centros culturales en empresas recuperadas, analizados por varios autores/as,[14] en los que se busca reconfigurar lazos entre lo productivo y lo cultural con un alcance político, convocando a trabajadores y trabajadoras fabriles, artistas, militantes, movimiento cooperativista, vecinos y vecinas, haciendo suya la consigna “Ocupar, resistir, producir”[15].
2. La dimensión socio-organizativa. La cuestión del trabajo y su retribución.
En materia de estructura político organizativa observamos que los diferentes estudios destacan la preeminencia de estructuras descentralizadas y anti jerárquicas en forma de red o conexión de redes (Benito, 2017). Es decir, que lo alternativo en estos espacios no se circunscribe únicamente a lo artístico sino que tiene un correlato en formas de organización y gestión distintas a las que predominan en los circuitos culturales oficiales y comerciales. Según se desprende del estudio de Berge y Zuccaro (2018) sobre espacios culturales alternativos en la ciudad de La Plata, la amplia mayoría de las organizaciones de este tipo no plantean jerarquías para la toma de decisiones, algo que también se corrobora en los estudios de casos analizados en CABA.[16] En su lugar cuentan con dispositivos de participación que promueven la horizontalidad y el acceso a la información en condiciones de paridad introduciendo, como sostiene Flury (2020: 60) “una práctica de la democracia directa y participativa, frontalidad en el debate, disposición a pensar reflexivamente incorporando la mirada del otro o la otra, la búsqueda del consenso con preferencia a la votación, un liderazgo que se valora más si es democrático y descentralizado.” De esta forma, la descentralización en comisiones de trabajo y la existencia de grupos coordinadores legitimados democráticamente constituyen las principales herramientas de la gestión colectiva. No obstante, aunque las relaciones dentro de las organizaciones se caracterizan principalmente por lazos de amistad, de comunidad y camaradería (Zarlenga, 2019; Benito, 2017) las mismas no están exentas de conflictos. Como sostiene Flury (2020) estos procesos se desarrollan inmersos en una permanente tensión y con frecuencia puede ser muy gravitante la injerencia de los liderazgos personales, los prejuicios ligados al género, la mayor dificultad de algunos o algunas integrantes de hacer uso de su propia voz en las instancias colectivas, entre otras cuestiones que condicionan o relativizan las transformaciones culturales. En este sentido, Buffa (2021), al confrontar las dinámicas del circo tradicional y el autogestivo, da cuenta de la existencia de jerarquías en la lógica familiar (vertical, cerrada, endogámica) que pueden asociarse también a las dinámicas de tipo amistoso características de la cultura independiente (Zarlenga, 2019: 23) en contraposición a la lógica autogestiva propia de la economía social y solidaria que plantea de base relaciones de paridad entre sus asociades/integrantes extensibles a quienes se incorporan posteriormente. Merece una referencia aparte el estudio de casos de centros culturales en fábricas recuperadas,[17] en donde pueden surgir tensiones entre trabajadores y trabajadoras industriales y el equipo de gestión de los espacios culturales en lo relativo a la autonomía, gestión, organización y toma de decisiones, debido a las innovadoras dinámicas de relacionamiento entre el universo fabril y el cultural que allí tienen lugar. Sin embargo, son pocos los trabajos que abordan los modelos de gestión en centros culturales.[18] Alarcón Valencia (2018) parte de esta problematización señalando la carencia de un modelo sistematizado propio para los centros culturales. Pero marca un paralelismo con el modelo de gestión zapatista donde “no dirige sólo el que esté mejor preparado sino que todos deben dirigir y aprender como un ejercicio colectivo de aprendizaje y empoderamiento” (Alarcón Valencia, 2018: 14). Por otra parte, se ha señalado que la organización descentralizada y la flexibilidad del trabajo propios de estos espacios promueven la multiplicidad de roles donde la división de tareas no es siempre precisa y casi nunca se encuentra formalizada (Berge y Zuccaro, 2018), algo que pareciera entrar en conflicto con el saber especializado. La escasa división del trabajo en la gestión o administración da cuenta de una hibridación de los puestos de trabajo, los cuales muchas veces no son rentados, existiendo un límite difuso entre el voluntarismo y el accionar cultural concebido como trabajo. Martinez, Fuckelman y Sciorra (2018) definen esta lógica como “ecología cultural”, donde las y los integrantes tienen más de un rol: son productoras/os, gestoras/os y pedagogas/os de manera simultánea o compartimentada de acuerdo a las dinámicas internas y las posibilidades de acción. Sin embargo, Estravis Barcala & Zapata (2015) y Alarcón Valencia (2018) problematizan la clásica separación entre el carácter pragmático o tecnocrático de las tareas de administración/coordinación y la creatividad. Los primeros analizan una experiencia en donde las tareas entendidas como “manuales” (cocina, logística, recepción del público, venta de entradas, control de puerta, operación técnica en vivo) son remuneradas con regularidad en un 75%, en contraste con las tareas entendidas como “no manuales” (producción de contenidos artísticos, prensa, difusión, diseño, coordinación general) que son remuneradas en un 23%. En situaciones como ésta se daría, en palabras de Cassini (2018), un sistema de pasantía no formalizado en donde el trabajo artístico, creativo o de programación sería realizado mayormente desde una lógica voluntarista. Alarcón Valencia (2018: 12) plantea que la falta de especialización producto de los perfiles multifuncionales constituye una debilidad del modelo dando cuenta del “vacío administrativo y financiero que ocurre dentro de cada organización por la poca planeación y medición de sus objetivos o recursos”, lo que resulta en la ausencia de un modelo de gestión económica y, en muchos casos, en la falta de integrantes que trabajen específicamente en este área. De su investigación se deduce que quienes integran los centros culturales independientes y autogestionados aprenden sus conocimientos de gestión en la práctica; no obstante, debido al constante crecimiento del sector, la necesidad de profesionalizarse se vuelve imperiosa y es necesario disponer de herramientas que unifiquen la gestión con la cultura sin dejar de lado la autonomía y libertad propia. Incorporar estas herramientas, según la autora, no significa gestionar la creatividad y la pasión y tampoco supone incorporar una finalidad de lucro, por el contrario, la administración de los recursos de la organización cultural tiene por objetivo la pluralidad al ofrecer “un producto o servicio que llegue al mayor número de público o consumidores, procurándoles la máxima satisfacción” (Alarcón Valencia, 2018: 39). Benito (2018) plantea esta problemática resaltando la conjunción que se da en estas organizaciones entre una lógica amateur y una profesionalización de la actividad cultural, pero aclara que el amateurismo no remite a una oposición entre aficionados/as y profesionales, sino a quienes participan atendiendo problemáticas que interpelan a la comunidad sin un fin lucrativo, es decir “por amor al arte”, debido a la imperiosa necesidad de producir al margen de los presupuestos gubernamentales. En este punto Cervellera (2019) afirma que los espacios son profesionalizados en cuanto coexisten una serie de personas con saberes específicos, estén o no académicamente legitimados. Estas formas de concebir el trabajo cultural conviven a su vez, según Benito (2013), con una mirada externa (y muchas veces internalizada) del profesional como “especialista” en un mundo sometido a una organización taylorizada, mientras quien trabaja “por amor al arte” sería una persona autodidacta que malgasta su caudal, pierde su tiempo y arriesga su ganancia.
Muchas veces, el reconocimiento como parte del staff se construye a través de la presencia cotidiana en el espacio más que a través de un sistema de formalización laboral (Cuberos, Barcala, Rossi & Singerman, 2012). Alarcón Valencia (2018) indagó sobre las condiciones de trabajo, dando cuenta que una pequeña parte de los centros culturales tienen personas contratadas oficialmente con remuneración mensual y pago de prestaciones. Entonces, la autogestión es un concepto cuyos significados son disputados ya que, si bien estos espacios reafirman el carácter autogestivo de su práctica, -entendiéndolo como una búsqueda de autonomía en la toma de decisiones, en la creación artística y en los lineamientos político-ideológicos-, muchas veces no existe un reconocimiento de las posibles formas de precarización laboral y artística que pueden devenir de adoptar este postulado acríticamente reforzando ideas acerca de la dicotomía arte/trabajo (Mercado, 2018).
Más autores y autoras han indagado acerca del impacto que estas lógicas organizativas tienen en los y las artistas que programan los espacios, generando una tensión entre trabajo y voluntarismo. Así, Leonardi, Estrada & Llera (2020) afirman que aquellos/as son productores/as de bienes simbólicos y, para subsistir a partir de su propia producción, necesitan insertarla en un circuito de distribución y consumo específico. Benito (2017b) relata que las y los artistas independientes confeccionan sus obras o propuestas, las distribuyen y las hacen circular conformando un núcleo de producción vinculado a la autogestión. En este sentido, Martinez, Fuckelman y Sciorra (2018) citan de Andrea Giunta (2009) el concepto de “poéticas sin insumos”, resultado por un lado de la falta de estímulo desde lo institucional sobre el campo del arte y la demanda permanente de la comunidades de estos modos de producción participativa, integradora y colectiva. Estas lógicas de producción artística tienen su lugar de expresión en los espacios culturales de la escena independiente y comunitaria, en convivencia con expresiones artísticas que buscan una profesionalización de su tarea y percibir un ingreso económico exclusivo de esa actividad. En síntesis, la posibilidad de recibir una remuneración económica por parte de las y los artistas es una problemática persistente dentro del sector (Zarauza, 2015), de manera que el eje de profesionalización y su representación como trabajadoras y trabajadores constituye una de las principales demandas (Mercado, 2018) aludiendo a la falta de legislación que permita reglamentar el trabajo y la carencia de financiación para el pago de sueldos.[19]
3. La cuestión del sostenimiento económico
La heterogeneidad observada en los distintos trabajos académicos en materia de actores, propósitos y formas de organización en centros culturales, encuentra como contrapartida una problemática común que atraviesa transversalmente a todas las organizaciones y que condiciona en gran medida su funcionamiento y desarrollo. Esta problemática es el sostenimiento económico, tal como se ha anticipado, en relación a la retribución del trabajo. Los estudios panorámicos del sector en tiempos de pre pandemia realizados por Berge y Zuccaro (2018), Zarlenga, Cassini, Quiña & Benzaquén (2020) y Cervellera (2019) identifican entre las principales preocupaciones los aspectos relacionados con la generación de ingresos con vistas a sobrellevar los altos costos fijos, principalmente ligados al mantenimiento de la infraestructura edilicia de los espacios (Flury & Jungberg, 2021) y al pago de servicios públicos cada vez más elevados (Cervellera, 2019). Si bien la problemática económica adquiere un rol central en boca de los/las propios actores, se aprecia de los estudios relevados una carencia en su tratamiento específico, predominando, en el mejor de los casos, abordajes laterales sobre la cuestión. Algunas excepciones son los trabajos como el de Alarcón Valencia (2018), Zarlenga, Cassini, Quiña & Benzaquén (2020) y Berge y Zuccaro (2018) que analizan sectorialmente la estructura de sostenimiento económico y su composición en porcentajes a partir de encuestas o relevamientos sobre muestras significativas. Otros trabajos sobre estudios de casos como el de Flury & Jungberg (2021) y Cassini (2018) simplemente validan la composición mixta o “hibridación” de recursos que emplean este tipo de organizaciones para financiarse (el intercambio mercantil, intercambio solidario, la redistribución estatal y la reciprocidad). Se aprecia de estos estudios que, así como la problemática económica es común en la mayoría de los centros culturales, las estrategias para afrontar el sostenimiento de los espacios presentan ciertas similitudes. En este sentido trabajos como los de Zarlenga, Cassini, Quiña & Benzaquén (2020), Alarcón Valencia (2018) y Flury & Jungberg (2021) evidencian cómo las actividades complementarias a las artísticas (donde en la mayoría de los casos predomina el intercambio mercantil) son las principales generadoras de ingresos. La barra de bebidas y la gastronomía constituyen en la mayoría de los estudios relevados la base para sostener nuevas actividades y ofrecer diferentes participaciones culturales, artísticas y sociales. Las actividades artísticas y culturales no se encuentran orientadas a dejar un margen de ganancia sino, por el contrario, buscan incluir y democratizar la cultura. En este sentido algunos de los textos se adentran en la vinculación entre lo productivo y lo cultural (Molinari Uhart, 2005; Benito, 2010; Bokser, 2010; Flury & Jungberg, 2021). En ellos se evidencia que, mientras a principios de siglo XX vimos surgir espacios culturales en las fábricas recuperadas dentro del concepto más amplio de articulaciones no mercantiles (Kasparian, 2013) -como un respaldo hacia las industrias y talleres recuperados y demostración de su utilidad pública-, casi 20 años después, y tras la experiencia de la pandemia, vemos surgir experiencias productivas y gastronómicas integradas en espacios que anteriormente se circunscribían a lo socio-cultural con la finalidad de darle “oxígeno” a este área. Por otra parte, resulta llamativo el bajo porcentaje de centros culturales que incorporan como fuente de ingresos relevantes a los subsidios públicos y patrocinios privados, siendo poco importantes para su estructura de financiación (Berge y Zuccaro, 2018; Zarlenga, 2019). De esta forma se podría establecer una relación directa entre el mayor protagonismo del intercambio mercantil en el sostenimiento de estos espacios frente a la ausencia o escasez de mecanismos de fondeo que respondan a otros principios económicos como la ayuda estatal o el aporte propio de las y los integrantes en tiempos de crisis.
Si la situación era crítica en tiempos de pre pandemia, el advenimiento del Covid-19 y las consecuentes restricciones para desarrollar actividades vinieron a agudizar la precariedad económica del sector, lo que llevó a la puesta en práctica de nuevas estrategias ante una coyuntura de emergencia y a repensar el rol del Estado en el sustento de estos espacios. Los artículos de Mauro (2020) y Capasso (2020) que abordan el sector de artes escénicas dan cuenta de un rápido accionar por parte del Estado Nacional para paliar las consecuencias del ASPO (Aislamiento Social Preventivo Obligatorio), aunque con una implementación muchas veces deficiente, evidenciando la carencia de información estadística y la invisibilización que el sector tenía hasta entonces en materia de políticas públicas (Fernández Curuchet y Hantouch, 2018). En la misma línea, algunos trabajos problematizan el rol del Estado (Cassini, 2018 y Alarcón Valencia, 2018) respecto de su compromiso insuficiente para garantizar el acceso a la cultura a través de estas organizaciones, bien sea “por darle prioridad a otros sectores económicos o por una visión errónea de la cultura como generador de gasto” (Alarcón Valencia, 2018: 56). De esta forma, estudios como el de Zarlenga, Cassini, Quiña & Benzaquén (2020) identifican la mejora en la política de subsidios como la principal demanda del sector. Como algunos autores y autoras proponen (Capasso, 2020; Monsalvo, 2017), resulta interesante comenzar a pensar en un nuevo paradigma de políticas culturales que redefinan el concepto de lo público preguntándose acerca de los niveles de participación real que tienen las organizaciones de la sociedad civil en las acciones estatales. Por su contribución al acceso a derechos de la comunidad, autores como Flury & Jungberg (2021: 146) plantean un financiamiento para el sector con una lógica de solidaridad democrática “dentro de la cual la redistribución se conciba como una fuente legítima de acceso a recursos estables y previsibles”.
Como respuestas colectivas desde la sociedad civil frente a un contexto marcado por una profunda crisis y reconfiguración del papel tradicional del Estado (Cassini, 2018) emergieron redes culturales como estrategias de integración sectorial. De acuerdo al relevamiento de Zarlenga, Cassini, Quiña & Benzaquén (2020) la mayoría de los centros culturales pertenecen a un colectivo o red funcionando como dispositivos mayores de articulación en la heterogeneidad (Valente, 2019b) que en algunos casos también conecta con otros sectores como el productivo cooperativo como sucede en la red de Cultura Viva Comunitaria (Flury 2020). Si bien se aprecia una tendencia marcada hacia una mayor integración sectorial, aún son escasas las estrategias de colaboración económica entre organizaciones, constituyéndose al momento principalmente en dispositivos de visibilización y reclamo frente a los poderes públicos.
4. La dimensión comunitaria. Diversos sentidos del territorio.
Tras haber desarrollado en los 2 apartados anteriores las principales problemáticas y hallazgos concernientes a la configuración interna de las organizaciones (en lo social, laboral y económico), en este último punto revisamos los que conciernen a su proyección territorial. En la mayoría de los trabajos visitados, parece haber consenso acerca del valor cívico de los centros culturales en pos de la democratización (Wortman, 2009), en tanto reproducen la lógica de espacio público (Alarcón Valencia, 2018), contribuyen con procesos identitarios (Cassini, 2018) y de recuperación de la memoria[20] así como con la reconstrucción del lazo social y del sentimiento de pertenencia colectivo frente al individualismo preponderante (Benito, 2009). En este sentido, Alarcón Valencia (2018) sostiene que estos espacios tienen como característica la proximidad que se manifiesta en la cercanía espacial, pero también en la forma de integración con su comunidad. En la misma línea, Benito (2009) afirma que la cultura atenúa las tendencias hostiles y de rivalidad que se encuentran en el seno de las relaciones sociales y “logra mutar[las] en relaciones afectivas” (Benito, 2019: 208). La misma autora, en un trabajo posterior, parece adherir a la tesis anteriormente comentada de Wortman (2015) al puntualizar que “en algunas experiencias, la tarea convocante es un medio para el encuentro con otros en una situación grupal, propiciado desde un soporte estético que traza el fin sin que éste constituya la única finalidad que los congrega” (Benito, 2018: 7).
Estos lazos sociales rearticulados a través de la cultura, crean comunidad y se significan frecuentemente en las publicaciones como refugios (Flury & Jungberg, 2021) en donde resistir ante contextos hostiles y en el marco de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que ha tenido gobiernos con orientación neoliberal de forma ininterrumpida durante los últimos 15 años. Cassini (2018) al analizar el caso del Club Cultural Matienzo, entre otros, también señala que “las denominaciones de hogar, refugio y casa aparecen como posibles” (Cassini, 2018:201) y dan cuenta de un modo de estar juntes frente al carácter corrosivo del capitalismo flexible y el derrumbe de las grandes ideologías. A su vez la autora destaca el rol de las comunidades en la cultura como espacios de acogida frente a las limitaciones que vivieron los y las artistas independientes durante los años que siguieron a la tragedia de Cromañón en 2004.[21] Sin embargo, un refugio hace alusión a un lugar de resguardo y reparo en donde preservarse, esto supone cierta contradicción con la expectativa o ideal que se ha proyectado sobre las organizaciones del arte y la cultura como agentes de transformación (que se revisará hacia el final de este apartado). Si apelamos al significado del término “refugio” en Zibechi (2004), se explicita que se trata de espacios en los cuales activistas políticos, intelectuales y artistas se resguardaron para forjar nuevas formas de lucha autoafirmativas e identidades políticas cercanas a la autonomía durante el despliegue del neoliberalismo en los años noventa, para construir otras formas de hacer política. Porque estaban “tan desencantados de la realidad como de las organizaciones políticas de las que provenían” (Zibechi, 2004: 66). Con todo, el riesgo del refugio, parece ser la endogamia, lo que es insinuado en ciertas formas de sociabilidad contrahegemónicas como un particular modo de hacer pero que a veces, aunque se lo propongan, no consiguen traspasar las fronteras de la casa para encontrarse con el barrio. Es decir, la resistencia al sistema hegemónico se vive a través del cultivo de una forma de sociabilidad primaria o familiar en donde “quienes recién ingresan a la casa deben ser reconocidos por quienes ya son reconocidos como pertenecientes a ella” (Cuberos, Barcala Rossi & Singerman, 2012: 12).
En base a lo mencionado nos preguntamos: ¿con qué sentidos es representada y problematizada la comunidad en los estudios?, ¿se alude a una comunidad basada en lazos de cercanía física o virtual?, ¿quiénes la constituyen? Aquí podemos distinguir cómo los trabajos publicados en la primera década del siglo XXI enfatizan en la potencia de estos actores para vincular sujetos territorializados/as y situados/as (Benito, 2009), en contraste con una representación negativa de lo virtual que los asociaba con la desvinculación de la época, y que sólo permitiría “conexiones fugaces, intempestivas y líquidas” (Benito, 2009: 232). A esta idea de la comunidad ligada al territorio físico y barrial abonaron de alguna manera los trabajos sobre espacios culturales en fábricas recuperadas por cuanto éstos nacieron con una explícita intención de transponer “los límites físicos de la fábrica y los límites socio-económicos de la pertenencia de clase” (Molinari & Uhart, 2005: 5) y para devolver todo el apoyo que le dieron a la comunidad de vecinos y vecinas, pero también a otras organizaciones. Esto se da incluso cuando supone salir del espacio fabril para ir al barrio como lo exponen algunos trabajos; “docentes de plástica del centro cultural que iban a dar clases al jardín de infantes público del barrio” (Bokser, 2010: 8). Es así como se construye la noción de fábrica abierta (Elena, 2009) porque estos espacios han convocado un universo de sujetos que va mucho más allá de las y los trabajadores y también de gestoras/es y artistas, comprendiendo además vecinas, vecinos, docentes, organizaciones, movimientos sociales y cooperativistas.
En las investigaciones de la segunda década del siglo XXI se da cuenta de una construcción comunitaria no relacionada directamente al entorno más próximo: “hemos constatado que quienes allí asisten no habitan en el entorno barrial, a pesar de que los coordinadores de los Centros manifiestan recurrentemente interés en recrear lazos de sociabilidad a nivel barrial” (Wortman, 2015: 9). Es decir que, como decíamos más arriba, la efectividad de los centros culturales de la Ciudad de lograr participación ciudadana a través del barrio, generar inclusión cultural y construir lazos sociales, se empieza a relativizar. Al mismo tiempo se valoran positivamente los modos de interacción y colaboración virtuales y las nuevas tecnologías de información en los fenómenos asociativos del tipo grupal y comunitario (Cassini, 2018) en donde se movilizan procesos locales a través de redes. Es decir, aunque los propósitos sean locales, se pondera el hecho de que las asociaciones “ensayan poner a circular esos circuitos en redes más globales” (Benito, 2017b: 88).
Ahora bien, estos centros culturales autogestionados, que promueven sociabilidades más autónomas y afectivas, que crean comunidad apelando a redes de proximidad territorial o simbólica mediante nuevas tecnologías, ¿constituyen efectivamente espacios para la transformación social -tal como han caracterizado Molinari y Uhart (2005)-, la producción, circulación y consumo de bienes simbólicos de índole artística dentro de los espacios fabriles en funcionamiento o, tal como sostienen los referentes del movimiento de CVC, que “no vienen a decorar la democracia sino a transformarla” y que son “un campo político que incluso puede generar una posibilidad de transformación política del siglo XXI y una nueva cultura política?” (Flury, 2020: 65). Frente a este interrogante, País Andrade (2006) ha señalado que la “voz” de protesta y de crítica social en relación a las contradicciones de las sociedades modernas se escucha más en la construcción de un estilo de vida cultural que de una vida política” (País Andrade, 2006: 181). En la misma línea, Wortman (2015: 13) ha expresado que “si en los años setenta, la búsqueda de algún sentido de las cosas estaba puesto en la política, hoy parecería que es la cultura la que otorga sentidos”. No obstante, Mercado (2018) advierte que esa fuerza dinamizadora que se atribuye a la cultura debería entenderse en el marco de la complejidad que implica la construcción de la hegemonía. En este punto la autora subraya que los procesos de intervención artístico-culturales muchas veces son valorados de manera instrumental como “proveedores de “soluciones” socio-económicas e invisibilizando desigualdades” (Mercado, 2018: 210). Pese a esto, los centros culturales en fábricas recuperadas han conseguido, según Benito (2010: 46), “estetizar una determinada complejidad subyacente: el sistema industrial y su crisis”. Será Wortman (2015: 14) quien nos ayude a reconocer cierta contradicción al referirse a la manifestación de “un ethos romántico en las iniciativas que parecen estar más impulsadas por necesidades individuales que sociales aunque con consecuencias en el lazo social de corte comunitario”. Se trata de un aspecto que Benito (2018) también interpreta ya desde la perspectiva de la psicología social y lo identifica con un “movimiento productivo-deseante” en lo grupal que “convoca a la reflexión operando como terceridad del bien común e intervención colectiva a la vez” (Benito, 2018: 9). Por último, mientras Benito (2017) advierte en otro de sus trabajos que el eje de transformación propuesto se halla en la esfera socio-cultural, a la que deberían subordinarse la económica y la política, Flury & Jungberg (2021) también valoran la potencia de la transformación del consumo que proponen algunos de estos espacios, en tanto comienzan a identificarse como parte de un subsistema de economía social y solidaria con mayor alcance a través de la integración.
Conclusiones
Transcurridos 20 años desde el surgimiento del movimiento asambleísta y de recuperación de empresas, que en gran medida precedió muchas de las experiencias de autogestión en el ámbito cultural en la ciudad de Buenos Aires, nos propusimos comprender la problemática actual de los centros culturales. Esto se dio a partir de una complementación de saberes y perspectivas a las que pudimos acceder gracias a las investigaciones realizadas a lo largo de este período histórico.
De los nudos problemáticos que pudimos reconocer ha persistido la situación laboral de las/los trabajadoras/es de la cultura. Encontramos diferencias con otros emprendimientos artísticos, como las compañías cooperativas de artes escénicas autogestionadas, en donde se acusan restricciones externas en el financiamiento pero el proceso de valuación del trabajo hacia dentro resulta más sencillo.[22] En los centros culturales se añade una complejidad mayor que podemos asociar a varias causas; en primer lugar, la casi totalidad de estas organizaciones tienen que sostener un espacio físico, por lo que gran parte del ingreso se prioriza para este fin en primera instancia y luego para el pago de sueldos. A esto se le suma la relación afectiva que artistas y productores/as tienen hacia el espacio, esta casa o refugio que les permite expresarse artísticamente o experimentar nuevos modos de socialización, lo que en algunos casos se experimenta como una retribución no monetaria. Por último, la orientación comunitaria de muchos centros culturales, asimilable a un servicio público no estatal, hace difícil consignar un valor real a los servicios culturales sin ir en detrimento del acceso y la democratización, lo que repercute en el caudal de ingresos. Todo esto lleva a que algunos espacios deban focalizar su capacidad de pago discriminando entre actividades rentadas y otras de carácter más voluntarista, perpetuando una distinción entre el trabajo creativo, “por amor al arte” y el trabajo del tipo pragmático o tecnocrático (Alarcón Valencia, 2018).
Otro nudo problemático que identificamos en los textos tiene que ver con la falta de estructuración de los equipos de gestión de estos espacios y la ausencia de modelos de sostenimiento económico. Esto se traduce en las dificultades para instrumentar estrategias superadoras a la búsqueda de transferencias mediante convocatorias públicas, cuando las hay. Muchas de estas convocatorias son de carácter concursable y erráticas en su publicación, no permitiendo prever y planificar los flujos de fondos. Antes de la pandemia de Covid-19 se destinaban principalmente a inversiones en infraestructura o equipamiento y muy raramente cubrían remuneraciones al trabajo o costos de mantenimiento general de los espacios.
Como algunos autores y autoras proponen, sería pertinente comenzar a pensar en un nuevo paradigma de políticas culturales que redefinan el concepto de lo público. Esto requiere que se indague acerca de los niveles de participación real que tienen las organizaciones de la sociedad civil en las acciones estatales y se propongan modelos institucionales que articulen de manera planificada los recursos de la solidaridad redistributiva y recíproca. Para ello se precisan estudios que caractericen el modelo de gestión de estas organizaciones con sus variantes, identificando distintos tipos de actores involucrados, generando información económica y financiera útil para sus integrantes y para otros/as aportantes de recursos. Esto apuntaría a establecer otro tipo de diálogo con el Estado, pero también con el sector de la economía social y solidaria en su conjunto, con instituciones de banca ética y finanzas solidarias y con otras organizaciones del territorio. Creemos a su vez que la profundización en estos modelos también ayudaría a comprender y pensar estrategias en torno a las problemáticas relacionadas al trabajo cultural descritas anteriormente, ahondando en las conceptualizaciones que estas organizaciones tienen de la autogestión y su relación con el Estado. En algunos casos la autogestión es vista como una actividad meramente económica de gestión autónoma de recursos. En otros, como un lineamiento político económico, un posicionamiento frente a otras formas de organización social y en otros casos como el único medio de subsistencia posible ante la falta de fuentes de financiación. Esta multiplicidad de sentidos refuerza muchas veces la precarización laboral y artística pero también su cuestionamiento, motorizando la búsqueda de alternativas posibles.
Como desafío para la investigación, consideramos necesario trascender el enfoque del Tercer sector en la cultura que parece estar presente de manera implícita, el cual define a las organizaciones por lo que no son (no lucrativas, no públicas, sin distribución de beneficios). Creemos que sería más fructífero reconocer la autogestión en el sector cultural por lo afirmativo, en donde la finalidad económica es lícita pero enmarcada en instituciones que promueven la solidaridad recíproca, tanto en el plano político como económico. En este sentido, sería pertinente profundizar en la perspectiva de la economía social y solidaria, porque es dentro de este ámbito en donde se debaten cuestiones que atañen a los y las trabajadoras de la cultura como miembros de una organización colectiva que asumen los riesgos y beneficios de gestionar su propio espacio cultural. Nos referimos por ejemplo a la discusión acerca de la figura de trabajador/a autogestionado/a en pos de su reconocimiento laboral y previsional como una categoría que se distingue del trabajo en relación de dependencia, pero también del trabajo autónomo y del trabajo voluntario característico de las organizaciones filantrópicas. Al interior de ese mismo campo teórico se estudian los procesos de integración e intercooperación de nivel meso o sectorial, como formas de garantizar la sustentabilidad de las iniciativas. También se debaten estrategias dentro del cooperativismo para incorporar diferentes categorías de asociadas y asociados en las organizaciones mixtas (trabajadoras/es y usuarias/os, por ejemplo), lo que podría proveer un marco más flexible frente a las múltiples afiliaciones que se dan en los centros culturales por su doble orientación asociativa y comunitaria. Otra de las razones por las cuales consideramos pertinente profundizar en este enfoque es que en la producción sobre centros culturales se ha resaltado una socialización basada en vínculos de cercanía (familiares, de amistad), cuando entendemos que estas dinámicas pueden ser contradictorias u obstaculizadoras para el crecimiento de una experiencia de autogestión. La socialización sobre la base de modelos asociativos democráticos promueve el ejercicio de relaciones de paridad que, a diferencia de los vínculos informales de cercanía, se extienden hacia la incorporación de nuevos/as miembros. La economía social y solidaria como marco conceptual puede proveer una orientación de mirada útil a los colectivos cuando se encuentran en procesos de crecimiento y expansión y contribuir en la creación de mecanismos institucionales que permitirían fortalecer lo autogestivo en contraposición a la dinámica familiar y de amistad.
Por último este análisis nos ha permitido reflexionar acerca del universo de estudio que nos espera y su diversidad. Hemos visto que estos espacios apuntan a la programación de actividades culturales que no suelen tener lugar en espacios comerciales o estatales, generando una comunidad de usuarias/os y artistas que sustentan una diversificación de la escena cultural de la ciudad. Dar cuenta de la diversidad de experiencias que se enmarcan dentro de la autogestión aportaría una mirada integral de las problemáticas nombradas más arriba. Al comienzo de este artículo resaltamos el interés investigativo en torno a experiencias reconocidas a nivel local, regional y hasta nacional como el caso del centro cultural IMPA, Chilavert Recupera o Centro Cultural Matienzo. Se trata de experiencias de larga trayectoria, lo que ha posibilitado un estudio en profundidad desde diferentes miradas. Nos proponemos entonces abordar otras experiencias con diverso recorrido histórico, organizativo y territorial, para construir (en diálogo con lo ya investigado) una mirada más profunda sobre las complejidades que atraviesan a los centros culturales autogestivos de la ciudad. Un núcleo problemático a indagar en este sentido es la distinción muchas veces resaltada por sus integrantes dentro del campo autogestivo entre cultura independiente, cultura comunitaria y organizaciones culturales con raigambre política. Distinción que desde el plano teórico aún se encuentra en proceso de abordaje, lo que siembra nuevos interrogantes que incorporaremos a nuestro estudio tales como: ¿todas las organizaciones apuntan a una inserción territorial?, ¿cuál es el sentido de comunidad que se pone en juego?, ¿en qué medida promueven el encuentro con la diversidad y mediante qué estrategias?, ¿continúan siendo espacios de reconfiguración de ciudadanía para la manifestación de nuevas necesidades comunitarias? Y, finalmente, ¿cómo se despliega actualmente la potencia transformadora de la autogestión cultural?
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[1] Magister en Ciencias Sociales con orientación en Educación (Flacso). Docente-investigadora Centro de Estudios de la Economía Social- UNTREF. Correo electrónico: jflury@untref.edu.ar
[2] Diplomado en Economía Social, Territorial y Desarrollo Local (FLACSO), Maestrando en Economía Social, Comunitaria y Solidaria (UNTREF). Miembro del Archivo Histórico del Cooperativismo Argentino. Correo electrónico: jorgesantacecilia@gmail.com
[3] Licenciada en Gestión del Arte y la Cultura (UNTREF), estudiante de la Maestría en Sociología de la Cultura y Análisis Cultural (IDAES). Correo electrónico: aldy.sardelli@gmail.com
[4] Esta perspectiva se ha desarrollado precedentemente en el proyecto de investigación dirigido por Zarlenga “Dinámicas Culturales Urbanas. Un análisis comparado de las ciudades de Buenos Aires y Barcelona” (2018-2020), en el cual 2 de las autoras han participado, abocándose al estudio del sector socio-comunitario.
[5] Para Castoriadis (1997: 273) “la autonomía de la colectividad (…) es inconcebible sin la autonomía efectiva de los individuos que la componen”.
[6] De acuerdo con la mirada constructivista del estado del arte, este “se convierte en un ejercicio hermenéutico del investigador, quien le hace preguntas al texto producido por otros investigadores y desde allí da cuenta de lo producido por la investigación” (Guevara Patiño, 8).
[7] De los 36 trabajos, 30 están escritos sólo por mujeres y 5 con equipos de trabajo de ambos géneros.
[8] IMPA es una de las principales empresas recuperadas del país. Referente en la Ciudad de Buenos Aires, tanto por su importancia productiva como por la creación de un Centro Cultural.
[9] La cooperativa Chilavert de Artes Gráficas es una de las primeras fábricas recuperadas, ubicada en el barrio de Pompeya. Con la finalidad de mantener las puertas abiertas de la fábrica a la comunidad, en su interior se creó un centro cultural con diversas actividades artísticas y sociales.
[10] El Club Cultural Matienzo se autodefine como un equipo productor de contenidos culturales, y un proyecto independiente de arte, cultura y sociedad. Se encuentra en el barrio de Villa Crespo y se destaca por su trabajo en red integrando meta organizaciones como MECA (Movimiento de Espacios Culturales y Artísticos) y ESCENA (Espacios Escénicos Autónomos).
[11] El nombre completo del informe es “Culturas independientes. Caracterización y distribución geográfica de las organizaciones culturales urbanas con programación en vivo en la ciudad de Buenos Aires. 2018-2019”.
[12] Llamados así por una ordenanza municipal de 2015 de la ciudad de La Plata.
[13] Algo similar ocurre en la ciudad de La Plata (Berge y Zuccaro, 2018) en donde se suman espacios no convencionales como estaciones de trenes y escuelas.
[14] Véase: Benito, 2010; Bokser, 2010; Kasparian, 2013; Molinari & Uhart, 2005; Elena, 2009.
[15] El lema “ocupar, resistir, producir” se popularizó con la experiencia de las fábricas ocupadas durante la crisis de 2001 y otras experiencias autogestivas, vinculadas a procesos de resistencia obrera y de sectores populares en las décadas que siguieron.
[16] Textos ya citados de Cassini, Flury & Jungberg y Buffa.
[17] Véase: Molinari y Uhart, 2005; Bokser, 2010.
[18] Existen algunos estudios de modelos pero que abordan más específicamente salas o grupos de teatro comunitario. Ver “Modelos de gestión teatral. Casos y experiencias 1” con trabajos de Paula Beaulieu, Clarisa Fernández, Marcela Bidegain, Gastón Falzari, Romina Sánchez, Carlos Massolo, Flor Ugarte y Magui Reyes. Editado en 2017 por el INT.
[19] Si bien no se centran específicamente en las organizaciones culturales, un marco general sobre la problemática cultura, economía, industrias culturales y creativas, precarización del trabajo de las y los gestores culturales es brindado a nivel local por los numerosos trabajos de Bayardo (2005, 2007, 2013).
[20] País Andrade identifica a los centros culturales como lugares de encuentro público donde los jóvenes de sectores medios se apropian de un espacio cultural y pasan a tener un rol activo en la producción de sentido, dado que las actividades que realizan son el resultado de luchas y tensiones de un pasado cercano de memoria contra memoria para interpretar hechos pasados, “donde se recuerdan algunos hechos y otros no,” que permiten “recordar y legitimar prácticas sociales prohibidas y/o censuradas” (2006: 180).
[21] Se conoce con este nombre al trágico incendio producido el 30 de diciembre de 2004 en República Cromañón, un establecimiento ubicado en el barrio de Once de la ciudad de Buenos Aires, Argentina, durante un recital de la banda de rock Callejeros. Este episodio dejó un saldo de 194 muertos/as y al menos 1432 heridos/as. Una de las consecuencias de este hecho fue la férrea vigilancia y clausura a espacios culturales multipropósito por parte del gobierno local, y la reducción dramática de lugares en los que se presentaban artistas emergentes.
[22] Mesas de diagnóstico colectivas realizadas en el marco del Proyecto de investigación “Dinámicas Culturales Urbanas. Un análisis comparado de las ciudades de Buenos Aires y Barcelona” (Zarlenga, UNTREF 2018-2019).